En la silla del peluquero en Gijón, mientras le recortaban la barba antes de la inauguración de una muestra, soportaba las preguntas de la estilista: ¿De dónde es? ¿A qué se dedica? ¿Qué ha venido a hacer por aquí? Para cortar el parloteo, un apurado Daniel Mordzinski responde cortante. Soy argentino. Fotógrafo especializado en escritores. Y estoy tarde para inaugurar mi exposición. Entonces la muchacha lo mira enfrentando el espejo, y como quien le revela un secreto de Estado, le dice señalando a la anciana que en la silla del frente se hacía teñir las canas: “La señora es escritora”.
–¿Y cómo se llama, señora? –pregunta él con la curiosidad despierta.–No me llamo. Me llaman.
La mujer no se animaba a soltar prenda, y eso avivó más su interés. Recortada la barba, le insistió...
–¿Y cómo la llaman?
Después de una pausa dramática, la mujer respondió:
–Corín Tellado.
Para el fotógrafo argentino aquello resultó una epifanía.
–¡Pero, Corín, si yo te amo! –le dijo.
“Yo estaba seguro de que había muerto hacía 500 años”, me confiesa ahora en Lima, a pocas horas de dictar una conferencia en la feria del libro y a días de participar en el Hay Festival de Arequipa. “No sabía que existía ni que vivía en Gijón. ¡Y yo sin mi cámara!”, añade. Entonces olvidó todas sus prioridades anteriores y apareció la obsesión de meterse en la casa de la célebre autora de novelas rosas para retratarla. Ella aceptó. Pero debió esperar a que se sometiera a su diálisis programada (“Por supuesto que no hice fotos de ese momento, pero fue muy fuerte”, me explica). Cuando terminó de retratarla, volvió al día siguiente para una sesión junto con sus hijos y nietos. “Hoy, en mis libros, expongo a Corín Tellado al lado de los más grandes autores”, añade.
Daniel Mordzinski (Buenos Aires, 1960) lo tiene claro. Él no es crítico literario. Es un fotógrafo y un lector. Desde que hizo su primer retrato de Borges han pasado 39 años retratando tanto a premios Nobel como a noveles escritores. Todos ellos quieren una ‘fotinski’, que ante los ojos del espectador se revela como un acto de profunda complicidad entre retratista y retratado.
— ¿Cuál es tu técnica para que un escritor salga de su zona de confort? ¿Cómo lo sacas de su biblioteca?No hay un método Mordzinski. A medida que mis fotos empezaron a hacerse más conocidas, los autores vieron que a mí me gusta sacarlos de los lugares comunes de la literatura: los libros, las bibliotecas, el lugar donde escriben. Siempre creí que la manera más respetuosa de sacarlos de allí era ayudarlos proponiéndoles otros lugares. Yo rompo la pose del escritor proponiendo mi propio universo.
— ¿Cambiar una pose por otra?Absolutamente.
— ¿Es imposible romper con la idea de la pose?Todo depende de en qué lugar se da el encuentro. Con los años he logrado imponer el lugar. Por ejemplo, en Francia todos los autores te citan en sus editoriales. ¡Yo conozco el jardín de Gallimard mejor que mi propio jardín! Eso ya no lo acepto. Yo prefiero entrar a sus casas. Nunca con la cámara en la mano, por cierto. Tras el saludo, me siento a hablar con él de la actualidad y, de repente, como si nada, le menciono algún personaje de sus novelas. Entonces dejo de ser un fotógrafo, soy un lector. ¡Y al lector el escritor lo trata mejor que a un fotógrafo! Por si eso fuera poco, cuando el autor piensa cuándo le voy a sacar la pinche foto, yo le digo: “¿No me invita un café?”. ¿Y quien te puede negar un café? Entonces el tipo se va a la cocina, yo lo sigo, y allí hago la primera foto. ¡Algún día voy a publicar un libro de escritores en sus cocinas! Cuando te metes en sus cocinas, entras a su intimidad. Y cuando el autor pensaba que te iba a recibir cinco minutos, ya tienes media hora. Eso no significa que en media hora se hacen mejores fotos que en cinco minutos, pero sí que esa persona me podrá escuchar.
— Hay escritores que no solo participan en tu juego, sino que parecen vivir dentro de él. Pienso en Andrés Neuman, por ejemplo. Así como los cineastas tienen actores-fetiche, tú tienes autores-fetiche? No había pensado así, pero sí. ¡Hay varios escritores, hombres y mujeres, que seguramente protagonizarán mis próximas películas! (ríe). Sin embargo, hay un peligro con ellos. Son tan cómplices y tienen tan claro hacia dónde voy, que a veces van demasiado lejos. En este juego, divertido y atrevido, hay una línea invisible, que al traspasarla puedes caer en el ridículo, algo que siempre intento evitar. Y como ellos saben que nunca hago trampa, que nunca traiciono al autor, a veces tengo que autocensurarme.
— Cuando retrataste desnuda a la escritora cubana Wendy Guerra, ¿pensaste que iba a generar tal polémica? Yo conocí a Wendy en Bogotá, en el 2007. Ella conocía mi trabajo y me dijo: “Daniel, me quiero fotografiar desnuda. Mi cuerpo esta cambiando, me dicen que soy bonita. Quiero detener eso, y quiero que sea contigo”. Le dije que eso no era bueno, que ella era muy buena escritora, prefería que se hablara de sus libros y no de su cuerpo. Ella me dijo: “Si no me lo hago con vos, me lo hago con otro”. Le propuse llamar por teléfono a Carmen Balcells, su agente, y en la agencia le aconsejaron que no lo hiciera. Pero Wendy, niña mala, tras colgar, me dijo: “Me voy a buscar otro fotógrafo”. Entonces acepté hacércelas. Pienso que el suyo es un desnudo total, sumamente sensual, que sugiere todo pero muestra muy poco. Es elegante. Y no tuvo los efectos secundarios que yo temía. Y creo también que ella no lo hizo para buscar márketing.
— Una casualidad increíble fue coincidir en un paseo por el cementerio de Montparnasse, en París, con el entierro de Susan Sontag. Tu fotografía apareció al día siguiente en el diario “El País”. ¿No fue impertinente irrumpir en un momento tan íntimo? ¿Cuándo un fotógrafo debe guardar la cámara?Convengamos que Susan Sontag es la gran dama de la fotografía. Reescribió la gramática fotográfica y nadie mejor que ella supo teorizar sobre lo que se debe o no fotografiar. Annie Leibovitz, por ejemplo, la fotografió durante toda su enfermedad, y cuando ves su libro, hay momentos en los que cierras los ojos. Cuando me encontré en el cementerio gracias a un llamado del gran periodista y escritor Juan Cruz, vi un grupito de doce personas, la crema de la intelectualidad neoyorquina: Patti Smith, Salman Rushdie, Leibovitz y David Rieff, su hijo. Al acercarme, Juan me anima a tomar fotos. Pero no podía, sabía que era algo muy íntimo. Luego di un paso para atrás y me pregunté eso que tú me estás preguntando. Estaba muy nervioso, porque no quería dejar de ser yo mismo, pero también me decía que alguien tenía que documentar ese momento. Pienso que el tema no era hacerlo o no, sino cómo hacerlo y, sobre todo, qué hacer luego con esas fotos. Empecé a fotografiarlo todo, pero al día siguiente solo salió una foto en el diario, la de Rushdie tirando una flor a la tumba. Pero hay fotos de tres generaciones de amantes de Susan Sontag llorando abrazados. Y sabía que no debía publicarlas ni mostrarlas. Al día siguiente, todo el mundo se enteró del entierro de Susan Sontag en París, y empezaron a lloverme pedidos. Y me he negado sistemáticamente a venderlas.