En el ya lejano 2008, Erick Benites (Lima, 1979) debutó con un libro de cuentos, “Caja negra”, de mínima repercusión. Más de una década debió transcurrir para que retornara con una nueva entrega. Se trata de una sorprendente novela de hermoso título: “El futuro es una máquina que nunca se apaga”. Su lectura delata una carga emocional y vivencial caudalosa y a la vez dosificada, perturbadora en su planteamiento y al mismo tiempo minuciosamente meditada como artefacto narrativo.
Estamos ante una fábula sobre la orfandad. En primer lugar, una orfandad privada, la del narrador, un muchacho que ha perdido a su padre, devorado por un cáncer que no le ha permitido ni siquiera abrazarlo por vez postrera, y que busca, sin éxito, una figura que lo reemplace. En el segundo, una orfandad colectiva: la de un grupo de muchachos desconcertados cuyas existencias se debaten entre la angustia y una pulsión de muerte que los acompaña como una sombra inevitable.
Hay aquí un testimonio generacional interpelador de acentos confesionales. Muy pocos escritores peruanos de estos últimos años han conseguido atrapar la malsana y tediosa atmósfera de la década de los noventa en el Perú, como ocurre en esta novela. Lo notable es que Benites no acomete este propósito a través de una crónica de época, sino que la restaura mediante metáforas y símbolos poderosos y atractivos, muchos de ellos inesperados y certeros. El autor capta con puntería e inteligencia el primitivo rostro del tiempo que retrata, graficado en esas máquinas de grabación de audio y video que mantienen el mundo de sus protagonistas a flote. Hace de cada escena algo tan borroso, misterioso y triste como las imágenes de una vieja cinta de video que hallamos de casualidad en medio de una mudanza. Ese ambiente sórdido y frustrante que recorre este libro, y que es puntuado por reflexiones lúcidas e inasequibles al efectismo es una importante conquista. Hay párrafos que, más que impecables, son atrevidos y peligrosos porque se inmiscuyen y revuelven los trágicos remolinos de la condición humana en los que, de tanto asomarnos, podemos caer para jamás regresar.
Igualmente es destacable su trabajo con los personajes de esta historia. El ominoso Javier es un ser que escarapela al lector. Su absoluto desinterés por los sentimientos de sus semejantes, la frialdad cotidiana con la que tortura a los indefensos y débiles, su indoblegable cinismo, la manera en que su elusiva personalidad va formando parte del espanto que cubre el centro de la narración quita el aliento. Algo similar puede decirse de Mauricio, víctima y victimario de sí mismo: bastan unas pocas pinceladas para que su silueta no desaparezca más de la memoria. Mauricio encarna fielmente a nuestra generación: alguien que prometía ser muchas cosas, pero después de enfrentar el tamiz de la realidad se convierte en ceniza, en aire, en nada.
Vale incidir en otro de los méritos de esta novela: la reconstrucción de un mundo infantil enmarcado en una época de crisis. Se reproducen el miedo primordial, los pequeños anhelos, aquella incomprensión de una realidad adulta a la que no se está preparado para ingresar, aunque las circunstancias impelen a hacerlo de todos modos. Es conmovedor el tratamiento de esa infancia ochentera en la que la soledad y la desolación reinan y se imponen al candor y a la ternura. Porque, aunque no lo parezca, en este libro hay candor y ternura debajo de ese grisáceo relente de amargura y derrota, como sucede en las buenas novelas capaces de emular la contradictoria y feble materia por la que estamos compuestos.