Muchas veces se ha anunciado la muerte de la novela, pero los lectores del mundo, que son una secta indómita y proliferante, las siguen leyendo. Las novelas, desde que Gutenberg multiplicara las posibilidades de la lectura, son nuestro mítico Aleph borgiano, donde todos los actos, todos los tiempos, confluyen a la vez y sin superposiciones en un punto esclarecedor. Con ellas, el lector descubre y vive intensamente las historias de incontables individuos reales o imaginarios, cuyas tramas nos mueven a reflexión, así como nos entretienen y proporcionan un placer estético. ¿Cómo podría permitir el hombre que este gran invento desaparezca?
Las novelas –y su sucedáneo: las películas– ofrecen claves para el conocimiento humano que debemos descifrar. Pero el texto escrito, de hecho, juega un rol superior. Un lector imagina más que un cinéfilo. El cine muestra de manera arbitraria a un actor que representa al Julien Sorel de “Rojo y negro” o a la Catherine de “Cumbres borrascosas”. El libro, en cambio, nos da la plena libertad de recrear el aspecto físico de los personajes, ya que, mediante las palabras, se le concede al lector la ilusión de visualizarlos a su antojo con vívidas imágenes. Y asimismo, en el terreno de las situaciones, le ofrece la posibilidad de leer y detenerse a pensar, o incluso de releer, a fin de que nuestro entendimiento exprima sus frutos en la justa medida.
Abundan, sin embargo, los vaticinios de agoreros. Estos dan pocos años de vida a la novela. Y algo similar, de hecho, ocurre desde hace buen tiempo con las artes plásticas, divididas en dos bandos: los artistas de arte moderno y los de arte contemporáneo. No se habla mucho de esto, por ser un tema delicado. Pero los partidarios de los contemporáneos, que propugnan el arte conceptual, parecen haber firmado en algunos casos la partida de defunción de los modernos. Sobre dicho tema, en un artículo anterior, me referí al remoto origen del cisma, señalando la presencia determinante de Marcel Duchamp, artista que dio el campanazo cuando exhibió su irónico 'ready-made', titulado “Fontaine”, un urinario para varones.
La verdad es que, a pesar del innegable arraigo de los contemporáneos, la muerte del arte moderno aún está por verse. Mi impresión es que unos y otros tendrán que coexistir, como ya lo hacen en la literatura los escritores experimentales y los clásicos. Los últimos desean crear novelas eficaces, y por eso, sin la menor cortapisa, toman las técnicas narrativas de los primeros, siempre que funcionen y sirvan a sus propósitos: contar mejor las historias. (El lector, mientras tanto, no se hace problemas: lee lo que le gusta. Intentará acceder a ambas opciones, aunque se quedará, a mi criterio, con aquel libro que lo emocione. Y en cuanto a plataformas de lectura, el e-book o el libro impreso, podríamos decir lo mismo. Yo prefiero el papel, desde luego, pero mi opinión es que a futuro las dos formas también van a coexistir).
MUNDO LITERARIOPero vayamos al asunto de fondo: ¿Quién fue el Marcel Duchamp de la literatura? La crítica de principios del siglo XX apunta al irlandés James Joyce. Después de dos libros clásicos excelentes, como “Dublineses” y “Retrato del artista adolescente”, Joyce publicó una innovadora novela, “Ulises” (1922), que asombró a los lectores, tanto por la calidad de su prosa como por su desmesurado uso de estilos y técnicas. La técnica más novedosa fue el 'monólogo interior', que exploraba la intimidad de la infiel Molly Bloom, esposa del protagonista, Leopold Bloom, a través de una sintaxis y una puntuación caóticas. (William Faulkner llevó dicha técnica a su máximo esplendor en “El sonido y la furia”). Y luego, en 1925, apareció “La señora Dalloway”, novela de una escritora del Grupo Bloomsbury, Virginia Woolf, quien introdujo el 'fluir de la conciencia', que plasmaba los vaivenes de los sentidos en la mecánica del pensamiento.
Hasta ese punto Joyce y Woolf eran autores 'avant-garde', pero sería Joyce, con su sorprendente novela “Finnegans Wake”, quien alcanzó el grado cero de Duchamp. Experimental y de supuesta intención cómica, esta obra compleja, plagada de neologismos y calambures, se caracteriza por su difícil comprensión. Para darles una idea, utiliza un lenguaje políglota con palabras compuestas a partir de sesenta idiomas. Joyce la escribió en París, luego del “Ulises”, publicando varios fragmentos en revistas, pero el libro lo lanzó diecisiete años después.
¿Y qué influencias comunes absorbían Joyce y Duchamp? Hubo influencias muy cercanas. En primer lugar, en 1909, surgió la corriente futurista de Marinetti, cuyo “Manifiesto” proponía igualmente romper con la tradición en el arte y empezar de cero. Y poco después, en 1916, un año antes de que Duchamp mostrara “La rueda de bicicleta” (1913) –su primer 'ready-made', aunque aún no lo definía como tal–, irrumpió el movimiento dadaísta, fundado por el poeta Tristan Tzara, el filósofo Hugo Ball y el escultor Jean Arp en el café Voltaire de Zúrich. Su filosofía se oponía a las convenciones del arte y la literatura y a la razón positivista.
El objetivo de esas vanguardias, en un mundo que se aceleraba con la velocidad del automóvil y el desenfrenado auge de la era industrial, era estar a la altura de los profundos cambios sociales que ya demandaban diversas áreas. En la religión cristiana, por ejemplo, el sacramento de la confesión apenas aliviaba la ansiedad de sus fieles. Otro tipo de confesión, la del psicoanálisis, abocado a interpretar la carga inconsciente de las palabras, empezaría a imponerse como sustituto laico. En la política, igualmente, el marxismo quería cambiarlo todo. ¿Por qué entonces no hacer lo mismo en el arte? ¿Por qué no recurrir a una catarsis semejante y a la creación de un nuevo canon? El complejo de Adán recorría el mundo. Había pues que recomenzarlo todo. Este fue el caldo de cultivo del futuro arte conceptual.
(¿El complejo de Adán afectó también al poeta peruano César Vallejo? Todo indica que andaba en eso. En 1922, el mismo año en que Joyce escribió el “Ulises”, Vallejo publicó “Trilce”, inextricable libro de poemas, pleno de audacias sintácticas y lexicográficas. Esta obra fue recibida en Lima con total indiferencia. Solo se la tomaría en cuenta cuando en el año 1930 fue publicada en España, con prólogo de José Bergamín y elogio lírico de Gerardo Diego).
Lo cierto, en todo caso, es que todavía los museos tradicionales y los decoradores de millones de casas requieren de cuadros en las paredes. Piden el equivalente a los nuevos Picasso, Modigliani, Hopper, De Kooning, Bacón o Dubufett. ¿Por qué? Porque los conceptos no se cuelgan. Y no hay minimalismo que valga; la gente, dicen, anhela convivir con pinturas bellas, contemplarlas. Mientras tanto, el arte contemporáneo, con su profusión de museos, ferias y galería de arte, sigue avasallando. Y opinan que las obras de arte moderno son antiguallas, que repiten lo mismo que hicieron los primitivos de las cuevas de Altamira.
En cuanto al ciudadano de a pie, duda, como siempre. Se comportó así frente a las vanguardias de inicios del siglo XX, y ahora, ante las vanguardias del siglo XXI, actúa más o menos igual. Ese ciudadano teme ser engañado. Considera que el arte contemporáneo se presta a timos. Cualquier artefacto, cualquier instalación, con ayuda de la tecnología de punta actual, puede resultar deslumbrante. Y considera un albur apostar por su validez artística. Los únicos seguros de esa validez son los ambiciosos marchands y curadores que los avalan. Y aunque al arte moderno, asimismo, pueda sucederle algo parecido, el riesgo de embuste es menor. Una buena pintura de arte moderno se identifica claramente, debido al oficio del artista.
No tomo partido, en fin, ni por unos ni por otros. Artistas contemporáneos valiosos como Weiwei me impresionan, al igual que otros, encasillados en el arte moderno, como José Tola o Gerardo Chávez. (La terminología para designarlos me fastidia; a ambos, si son artistas vivos, los considero modernos a la vez que contemporáneos). Solo señalo que, en los albores de la era industrial, hubo un vuelco en la expresión artística del planeta. Y que ahora, en los albores de la era digital, tenemos otro vuelco de consecuencias impredecibles.
Volviendo a las obras literarias, quiero afirmar, con plena convicción, que ninguna de ellas, de ningún género, está agonizando. Los surrealistas de la década del veinte, por más que jugaran con ‘cadáveres exquisitos’, una suerte de poemas automáticos, nunca fueron una amenaza. (Paul Éluard, su mejor poeta, se fue por la libre e hizo gran poesía). Y en cuanto a la prosa, las novelas de algunos experimentalistas, como los autores del 'nouveau roman' francés, embarcados en un objetivismo pretencioso, fueron muy aburridas. Con el pretexto de la densidad literaria, ellos y otros pesados escribieron libros para el olvido. Por suerte, todo eso quedó de lado, y el mundo está lleno de buenos novelistas en todas las lenguas. Más claro: las novelas, revitalizadas y llenas de ideas, siguen en manos de los lectores. ¡Salud por ellas!