Si el Gregor Samsa de Kafka se despertó una mañana convertido en un monstruoso insecto, el David Kepesh de Philip Roth lo hizo en la forma de un seno de mujer. El argumento, delirante e implacable, pertenece a “El pecho” (1972), novela corta del escritor estadounidense que sublima su conocida obsesión con la sexualidad.
Probablemente nadie escribió como él sobre los instintos más bajos, vergonzantes e incluso perversos del ser humano (o del hombre en particular). Porque de un lado están los que se cohíben, y del otro están los que pretenden liberar su libido, pero la muestran toscamente burda y falsa, lo que es también una forma de reprimirse. Roth escarbó en tabúes y miserias, como un fetichista y un lactante, pero lo hizo a la manera de un Freud sin diagnóstico. No le tocaba a él elaborar respuesta alguna.
Lo que no impide que nosotros, como lectores, podamos poner al señor Roth en el diván para ensayar incontables interpretaciones de sus sueños. Porque sus retratos del hombre agobiado por el sexo equiparaban en brillantez a aquellos otros con los que desnudaba al estadounidense promedio –solvente, conformista, orgulloso– y, juntas ambas miradas, se ampliaban en la mordaz radiografía de una nación.
De allí que toda su obra sea la de un Estados Unidos lascivo y decrépito, enajenado e impotente. Un gran proyecto literario que atraviesa con ferocidad tanto los pudores de la intimidad familiar, como los fanatismos políticos más atroces. Y aun así, ni en su más enfermiza ficción, pudo imaginarse a un Donald Trump en el poder. “Qué ingenuo fui en 1960 como para pensar que yo era un estadounidense que vivía en tiempos absurdos”, dijo en la última entrevista que concedió en enero último a “The New York Times”.
ESCRITURA Y RETIROAunque uno podría suponer que la amargura tendría marcada su vida, no era así. Se sabe por confesión propia que Roth, todos los días antes de dormir, se recostaba con una sonrisa y pensando “sobreviví otra noche”. Le encantaba seguir vivo.
Su optimismo lamentablemente se detuvo la noche del último martes en Manhattan, en que el escritor murió por una insuficiencia cardiaca. Tenía 85 años y hacía ocho que había dejado de escribir. Había elegido retirarse de la literatura, si acaso es eso posible.
Desde 1959, en que vio la luz “Goodbye, Columbus”, su primer libro de relatos, se mantuvo más de medio siglo en un ritmo endiablado de publicación, con obras que casi nunca decayeron en calidad ni potencia, hasta la que fuera su último trabajo, “Némesis”, del 2010. Prueba de que el autor se había entregado por completo a la vocación, una que pocas veces responde solo a la siempre mentada inspiración, sino que implica los más duros sacrificios.
Le preguntaron en la misma entrevista de hace unos meses qué recordaba de esos años de trabajo, a lo que respondió: “Euforia y gruñidos. Frustración y libertad. Inspiración e incertidumbre. Abundancia y vacío. Resplandor hacia adelante y confusión en el camino. El repertorio diario de las dicotomías oscilantes que cualquier talento soporta”. La cosecha de esa resistencia fue un total de 31 novelas, varios conjuntos de ensayos y el rostro imperturbable que, sobre todo en las fotos de su vejez, parece cincelado por la severidad de la experiencia.
Para terminar, una mención al premio al que siempre fue nominado, pero que nunca ganó. Y es que a pesar de haber recibido el Pulitzer, dos veces el National Book Award, tres el PEN/Faulker Award, el Man Booker en el 2011 y el Príncipe de Asturias en el 2012, a Roth siempre le fue esquivo el Nobel. Ahora ingresa a la lista de autores que la Academia Sueca obvió. Son ellos los que deberían lamentarse de tener las manos vacías.