Una virtud que pocos vates jóvenes cultivan es la prudencia; el grueso de estas camadas satisface un deseo erotómano de figurar a como dé lugar en la república de las letras. La mayoría de ellos (y ellas), autosuficientes, escaso trajín y sin haber colocado ni una falange fuera de su torre del ego, declaran que su advenimiento representa un antes y un después, “más allá del bien y del mal”. Es obvio que sus amigos estarán de acuerdo y lo celebrarán por todo lo alto en las redes oraculares. Prohibido aguafiestas y envidiosos de alcantarilla: ha nacido el mesías.
Wilfredo Lévano (Lima, 1972) se ha enfrascado en defender lo contrario. Renuente a los fuegos artificiales y a la figuración –o a las lisonjas del círculo íntimo que infla encuestas por Internet–, aguardó varios años antes de publicar “Un incesante vacío”, atractiva ópera prima cuya característica más visible es la opción por el verso limpio, nada ostentoso en materia de adrenalina o barroquismo esotérico. De hecho, las composiciones del libro revelan un afán perfeccionista y una meditación sobre las formas. Lévano es un poeta de lecturas amplias y profundas; sin embargo, no ha permitido que el enorme caudal literario que proverbialmente maneja convierta a sus textos en meros despliegues librescos, fríos y distantes para un lector a la espera. Al contrario, ha exorcizado tales fantasmas vía la creación de un peculiarísimo sujeto discursivo que se manifiesta a lo largo de las cuatro secciones del poemario. Esa palabra desnuda es, por usar el terrible argot de los ‘coachs’, su fortaleza.
El volumen se inicia con “Poemas juveniles y epigonales”, una suerte de educación sentimental que oscila entre la lucha por evadir la cárcel de la intensa vida interior y un mundo que se yergue como el duro antagonista a vencer. En efecto, este es un arsenal de estímulos de todo orden, en especial, la búsqueda incesante del pretérito, encarnado por mujeres adolescentes de efímera aparición, con las cuales la comunión se hace difícil u oscura a causa de los propios miedos y limitaciones del ser. La impronta de la poesía latina y sus tópicos –especialmente Horacio o Catulo– se anuncia a cada tramo de la lectura en lo concerniente al tono contemplativo y resignado de varios de los pasajes.
“Palabras sin fin”, título del segundo y breve bloque, que apuesta por construcciones breves y cortantes, también es otro medio de interpelación del recuerdo, ahora a partir de objetos de la vida diaria, como el menaje de la cocina o el mobiliario (nada más doméstico y sometido a las rutinas). En la evocación de esas imágenes, detonantes de la escritura, no se trata de indagar por la cosa en sí, sino de lo que esta encarna como cifra de algo en principio inaccesible. Al final, despliega sus entrañas gracias a los signos que se distribuyen, uno detrás de otro, sobre la superficie de la página. No obstante, surgen folios terribles, como aquel que aparece clausurando la tercera parte, “Malentendidos”. En él no hay nada más que vacío, luego de un dosificado, pero al mismo tiempo desesperante, retorno a las inquietudes del comienzo, alrededor del anhelo de vivir experiencias a plenitud. Es una agonía en el sentido etimológico (combate). Cierra el conjunto “Muertos”, lacónica y triste reunión de difuntos que fueron alguna vez importantes para la existencia del sujeto; solo quedan los momentos fugaces: estos compensan en modesta cuota las pérdidas y la soledad. El sombrío catálogo concluye con la inclusión del propio yo, sin epitafios o frases laudatorias. Todos se han ido y no hay otro camino posible que seguirlos sin dudas ni murmuraciones.
AL DETALLE:
Título: “Un incesante vacío”Autor: Wilfredo LévanoEditorial: Vivirsinenterarse,Año: 2015Páginas: 58Tiempo de lectura: tres días