Durante la navidad de 1960, el crítico de poesía Al Alvarez (1929-2019) decidió quitarse la vida mediante una sobredosis de somníferos. Atrapado en un matrimonio declinante y hundido en la insatisfacción profesional, tomó cuarenta y cinco pastillas y se acostó a esperar las sombras de la muerte. Aunque los médicos lo desahuciaron, consiguió rehuir el trato con la parca. Su primera impresión fue que tal experiencia no lo proveyó de grandes enseñanzas, sino, más bien, se había “sentido estafado”. Pero con el paso del tiempo comprendió que su intento de autoeliminarse sí obró importantes cambios en él: perdió la inocencia, la hiperintensidad adolescente, la arrogancia juvenil. Es decir, la cercanía con la finitud le había dotado de una adusta madurez.
Alvarez demoró unos años en interiorizar lo ocurrido y sus consecuencias; cuando por fin lo logró, se puso a escribir un ensayo acerca del suicidio. Aquel episodio autobiográfico no le sirvió de punto de partida sino de llegada. Su ambición fue más allá de su circunstancia personal: quiso comprender las causas por las que los hombres se autoeliminan, que son tan complejas como esas que nos animan a seguir viviendo. Asimismo, pretendió desentrañar las relaciones entre suicidio y literatura; es decir, cómo la labor creativa ha sido influenciada por dicho acto. El resultado es “El Dios Salvaje”, un libro extraordinario, poético y compuesto por una larga y profunda reflexión sobre el instinto autodestructivo que ofrece más preguntas que respuestas. Pero son preguntas tan sobrecogedoras y agudas que rondan fieramente al lector, cuestionando sus valoraciones y conceptos arraigados, no solo desde el punto de vista de su individualidad sino también como parte de una cultura ambivalente ante una decisión que implica el rechazo máximo y total frente a la realidad y la especie.
Alvarez presenta el caso de Sylvia Plath, a la que considera paradigma del escritor que no asumió -al menos conscientemente- el arte como un ejercicio terapéutico. Según él, lo convirtió en exorcismo ante los fantasmas que sus textos convocaban. En vez de liberarse de esas pulsiones mortuorias, Plath habría plasmado en su expresión formal la posibilidad de “poner más al alcance el material desenterrado”. La propuesta de Alvarez -muy discutida por Ted Hughes, gran poeta y marido de la malograda autora- puede ser polémica, pero de ninguna forma gratuita: esta sustentada en una construcción biográfica y literaria sin fisuras que se apoya en el análisis de poemas cuidadosamente escogidos y en episodios de los últimos días de Plath, de quien Alvarez fue tardío pero cómplice amigo. Se muestra convencido de que ella no estaba dispuesta a matarse, sino que, apelando a Freud, apostó su ficha más valiosa -la vida misma- porque de lo contrario cualquier existencia carece de interés. Y perdió esa apuesta.
Pero Alvarez explora otras vivencias particulares estrechamente ligadas al aliento funerario. Del metafísico John Donne hace un boceto tan sesudo como ameno; concluye que la representación excesiva de lo luctuoso en la obra del poeta y clérigo no se correspondía con los usos de su tiempo, pero que lo suyo, más que una posición transgresora, era una obsesión por el rito fúnebre, conservadora y tradicional, al punto de haberse hecho retratar envuelto en una mortaja, con los ojos cerrados y las manos cruzadas. También indaga en el drama de Thomas Chatterton, el Rimbaud inglés, quien se mató con arsénico a los diecisiete años para cancelar el fracaso comercial de su obra y el hambre que lo acosaba. Un suicido de raíces prácticas ante una vida que, aunque corta, parecía no tener ya motivos ni dignidad para ser continuada.
En una brillante reseña, Joyce Carol Oates reprochó a Alvarez por el sesgo de haber elegido como ejemplos para refrendar su tesis a Plath, Hughes o Robert Lowell, escritores tanáticos, en desmedro de “una variedad de artista modernos que se han ocupado de la vida en lugar de la muerte”. Pero esa objeción es injusta. Alvarez puntualiza que, en realidad, aunque el arte trata de muchas otras cosas, la mayoría de esos temas son batallas ganadas, como el tratamiento del sexo explícito. En cambio, con la muerte lo máximo que podemos establecer es un temporal pacto de no agresión. Y cita a Camus para dejarlo muy en claro: “Hay una sola libertad: llegar a un acuerdo con la muerte. Después de lo cual todo es posible”.
Fiordo, 2021. 306 pp.
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