A sus 89 años, Celso Garrido-Lecca es considerado el compositor más relevante que ha producido el Perú en el último siglo: no por nada fue distinguido, en el año 2000, con el premio Tomás Luis de Victoria al mejor compositor Iberoamericano. Su producción, sin embargo, ha permanecido oculta durante demasiado tiempo. Las razones son muchas: la exigencia de su lenguaje –enraizado tanto en la experiencia latinoamericana como en los descubrimientos de la vanguardia internacional de su época–, las dificultades propias de la escena musical peruana y la apatía de nuestras instituciones. El Comercio conversó con el compositor de estos y otros temas, buscando echar luces sobre algunos de los hitos de su trayectoria.
El Perú no suele reconocer a sus grandes compositores. El homenaje que te hizo la UNI debe haber sido una sorpresa…Le tengo un especial afecto a la UNI porque fue ahí donde produje, por primera vez, un curso de difusión sobre la música contemporánea. La idea era establecer una relación con la arquitectura, pues así como la arquitectura se va renovando, la música también va buscando formas nuevas. Y eso fue lo que me tocó a mí.
Y a toda tu generación, de la que surgieron los compositores peruanos más importantes del siglo XX. ¿Qué fue lo que impulsó esa renovación? Por lo menos para mí, la salida del Perú. Es cierto que al inicio tuve aquí una excelente formación con Rodolfo Holzmann, pero evidentemente en Chile pude ampliar mi comprensión del lenguaje contemporáneo, sobre todo gracias a Free Focke, un compositor holandés discípulo de Anton Webern que vivía en Santiago.
La Segunda Escuela de Viena era tu modelo en ese entonces.Webern me atraía sobre todo por su rigor. Después me fui alejando del dodecafonismo porque me interesó desarrollar un lenguaje menos matemático y más emocional. La influencia de la música contemporánea llegó más tarde a través de compositores como Ligeti y Lutosławski.
Y es así como empiezas a experimentar, en la década de los 60, con técnicas más radicales. Es la época de composiciones como “Intihuatana” y “Antaras”. Fue una etapa en la que me puse al día. “Antaras” es una obra para doble cuarteto de cuerdas y contrabajo que tiene ciertos rasgos experimentales. Primero, la disposición de los instrumentos, donde el contrabajo funciona como un puente entre los dos cuartetos. Luego, el uso de los armónicos. Otro punto interesante es que la obra está construida en base a las escalas musicales de las antaras nazca que se encuentran en el Museo Antropológico de Lima. José María Arguedas era el director en ese momento. Un día fui a visitarlo y le dije que tenía mucho interés por conocer las antaras, aunque no desde un punto de vista arqueológico, sino musical. Él me dijo: “Sí, claro”, y me dio permiso para estudiarlas. Él era así.
Prestigio internacional. El compositor ha sido condecorado con la Orden del Mérito Civil del Gobierno Español y la Orden Bernardo O’Higgins de Chile. (Foto: Cortesía de Alicia Benavides)
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Por ese entonces estuviste ligado a varios artistas de la escena local, sobre todo a través de la agrupación Espacio. Espacio fue un grupo creado por arquitectos a inicios de los cuarenta. Lo que buscaban era difundir la renovación de la arquitectura, pero también había un interés por lo que estaba sucediendo en otras artes. Szyszlo, por ejemplo, formó parte del grupo. Enrique Iturriaga y yo nos ocupamos de plantear una serie de cuestiones musicales. Yo era muy joven, recién estaba estudiando composición.
Aun así, es en ese momento que empiezas a organizar los primeros conciertos de música moderna en el Perú.Una vez a la semana hacíamos conciertos de música de cámara en mi estudio, que quedaba en la Bajada de los Baños, en Barranco. Ahí participaron varios de los primeros músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional. Estrenamos obras de Schoenberg, Hindemith, Bartók… Recuerdo que presentamos “Contrastes” de Bartók dos o tres años después de su estreno en Nueva York.
Mucho después, cuando ganaste la beca Guggenheim, viajaste a EE.UU. y tomaste clases de orquestación con Aaron Copland. Pero es menos sabido que también llegaste a entrar en contacto con figuras de la vanguardia como Pierre Boulez y Luigi Nono.Boulez vino de gira a Latinoamérica en un par de ocasiones como director musical de la compañía de teatro Renaud-Barrault. Lo conocí en Santiago en 1954, cuando yo trabajaba escribiendo música para el Teatro Experimental de la Universidad de Chile. Vino a almorzar a mi casa y lo recuerdo como un hombre abierto, que no se daba aires de grandeza. Luego lo fui a visitar a su hotel y me enseñó la partitura en la que estaba trabajando. Era “Le marteau sans maître”, la obra que definiría la estética de ese momento. A Nono también lo conocí en Chile y llegamos a ser buenos amigos. Luego vino al Perú en 1967 y lo metieron preso. Había venido a dar una conferencia en San Marcos, pero cuando vio lo que estaba sucediendo con la represión militar, decidió dedicarle la conferencia a los estudiantes asesinados por la Guardia Civil. No se lo perdonaron.
Nono y tú estuvieron muy ligados con movimientos de izquierda. En 1973, a raíz del golpe en Chile, tuviste que pasar a la clandestinidad para que no te metieran preso, ¿verdad?Así es. Nunca fui dogmático en política, pero toda mi vida he sido un hombre de izquierda. Llegué incluso a escribir el himno de la Brigada Ramona Parra, que era un grupo de muralistas del Partido Comunista de Chile.
Y fuiste amigo de Víctor Jara.A Víctor lo conocí a través del teatro. Compartíamos ideas y fuimos muy amigos. Hicimos varios proyectos juntos, entre ellos la canción “Vamos por ancho camino” y un ballet, “Los siete estados”, que no llegó a estrenarse por el golpe de Pinochet. Después a él lo mataron.
Pero esa experiencia con la canción popular chilena no quedó ahí. Es un bagaje que luego traes al Perú, y que tuvo una repercusión importante.Fue un período muy rico a nivel cultural. Yo había trabajado en Chile con conjuntos como Inti-Illimani, conocí a Violeta Parra. De hecho, el segundo movimiento de mi “Trío para un nuevo tiempo” es una serie de variaciones sobre una canción de Violeta. El título es además una referencia al “Cuarteto para el fin de los tiempos” de Messiaen. La guerra había dejado devastada a Europa y muchos habían dejado de creer en el futuro; en Latinoamérica, en cambio, había mucho optimismo, y el movimiento de la nueva canción era un reflejo de eso. Cuando llego aquí comienzo a buscar y encuentro un material maravilloso no explotado.
Luego eres nombrado Director del Conservatorio y decides abrir el primer taller de música popular en el Perú. Había muchos jóvenes que se iniciaron en ese taller y que después fundaron un conjunto que se llamó Tiempo Nuevo. En el Conservatorio me encontré con muchas reticencias. Había una gran división entre lo popular y lo académico. Pero creo que si no nos nutrimos de lo popular, lo único que estamos haciendo es repetir las viejas formas europeas.
¿A qué obra tuya le tienes más afecto?Diría que las “Canciones de Hogar” con texto de Vallejo. Es una obra especial porque la escribí para una cantante popular, y la grabación que hizo Magdalena Matthey salió muy bien.
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Muchas de mis obras están relacionadas con la poesía. La “Elegía a Machu Picchu” está inspirada en un texto de Martín Adán; en la Sinfonía II uso un texto de Borges, y en mi última obra, “Canto vivo al atardecer”, uso poemas de Vallejo y Salazar Bondy. Pero todo eso es desconocido acá. Laudes II, mi obra orquestal más acabada, nunca ha sido tocada en el Perú. Tampoco “El movimiento y el sueño”, aunque sospecho que es imposible... Es una obra que escribí soñando siempre en el futuro. Está basada en un poema de Romualdo que contrapone la conquista del espacio y la conquista de la igualdad en la Tierra. Es para orquesta, coro, dos narradores, tres grupos de percusión, cinta magnética y proyección audiovisual: usé todos los elementos que adquirí a través de mi experiencia con el teatro. Sé que Fernando Valcárcel, el director de la Sinfónica Nacional, está empeñado en realizarla. Quizá algún día lo consiga.