Fluctuando entre la onda expansiva de Tarata y un horizonte siempre convulso y sin rumbo, cuatro sujetos apenas egresados del colegio pasan sus días escribiendo canciones: “Mira este sol en la lluvia/ y esta flor del desierto en la luna/ observa estos niños bañados en barro: somos tú y yo”.
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Era 1994 y, desde las escombreras del punk, el rock peruano se desplaza hacia un panorama más introvertido, complejo y experimental. Y así, entre lo alternativo y la oscura tonalidad del glam, entre el dolor y el delirio, aparecieron ellos. Acto residual del crepúsculo underground –Cardenales, Visos de Burdeos, Sor Obscena–, su carta de presentación fue una tijera a punto de seccionar un pezón: la portada de su primer casete. Lo que para el disco debut (“Cero”, 1995) mutaría a mujer desnuda flotando en un estanque muerto. La imaginería del ‘gottic’ más siniestro, claro.
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“Nuestros referentes son efectivamente góticos, de ahí las atmósferas y los sonidos envolventes. Y, en mi caso, hacer que el bajo cante como otra voz principal y genere ese clima que es el sello de la banda”, dice Pepe Inoñán.
—Métrica y cuántica—En efecto, el bajo es el alma de este ensamble. En un hilo generacional que remonta en línea directa a Voz Propia y Lima 13 entre nosotros, y a Siouxsie o Minutemen mirando afuera, el bajo de Dolores Delirio actúa como portaestandarte de un glamour que también fue lírico desde el principio: “Un poema de piel a media luz/ una trampa tendida/ caminando despacio y sin mirar/ como esperando caer/ tan dulce es el vértigo” (“Vértigo”, 1994). “Y solo estoy en tu superficie/ acariciando tus arrecifes/ alrededor de tu mundo/ alrededor de ti/ soplando como el viento que agita el mar” (“Viento satélite”, 1994).
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Letristas de cuidado, Dolores es la banda bisagra del tránsito entre la maqueta artesanal en casete al audio óptico en CD. Después de “Cero” lanzan un compilado de sus actuaciones en vivo (“Bajo un envenenado cielo plateado”, 1996) antes de la primera mutación, “Raíz” (2000), un disco de pop sintetizado y preciosista. Doce canciones precursoras de las últimas tendencias, bajo la producción de los ingenieros de Lucybell, que filtran esa seductora fragilidad en una dicción que alterna entre el falsete y los tonos graves, marca registrada de la casa.
Sus periodos de oscuridad empezarían con la temprana muerte del guitarrista Jeffrey Parra (1968-1998). Luego el batero Josué Vásquez se aleja de la banda a fines del 2001 y Ricardo Brenneisen, voz líder, hace lo propio un año después. Inventan una gira de despedida y, cuando todo estaba consumado, el ingreso del cantante Lucho Sanguinetti alumbra “Plástico Divino” (2008), álbum cuya riqueza electrónica no termina de cuajar en su voz. El cambio de baterista también resiente el sustrato original. Entonces la salida del EP “El Camino” (2017) ordena las cosas y los encamina hacia un jubiloso horizonte electropop.
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—Explosión nuclear—Y así, entre fracturas y desencuentros, alcanzan los 25 años de edad con un anuncio que habla de lo incombustibles que han terminado siendo aquellos “niños bañados en barro”: con la guitarra de Janio Cuadros y los tambores de Roberto Sosa están grabando un nuevo disco llamado “Nuclear”.
“Siento que es el listón más alto al que vamos a llegar. Cuando se va muriendo la gente que amas te toca preservar su legado y apuntas a convertirte en un ser nuclear. El disco fluyó tanto que en dos semanas tuvimos los demos. Y ahora es un ida y vuelta de archivos entre La Nave Raymi de Lima y el productor Julián Gómez en Buenos Aires”, dice Brenneisen.
A todo esto, una pregunta que se cae de madura: ¿qué supone ser músico under en el Perú durante un cuarto de siglo? “Significa que eres la columna vertebral de un movimiento que siempre va mutando y supone un aprendizaje continuo. Nos encantaría ser también ‘mainstream’ sin perder la identidad, que creo ya la tenemos inserta en el ADN. Y eso es algo que se siente bien mirando en retrospectiva”, responde el vocalista. Lo cual sería algo así como el redescubrimiento de una hermosa luz azul en el invierno gris de Lima, felizmente.