Acepté cubrir el concierto de Joan Manuel Serrat con la intención de llevar a mi padre como acompañante. Era a él a quien debía el gusto por sus canciones, por letras que, en su momento, no llegaba a entender enteramente, pero que disfrutaba porque rompían con mis otras preferencias musicales, sin duda más adolescentes. Serrat siempre había sonado en casa, en el auto, a capela desde la ducha. Imagino que en más de un hogar la situación debió haber sido la misma. Verlo en vivo era por ello una ocasión para recordar esos años en que su voz, la de Serrat, la de mi viejo, inundaron mi vida. Al final no se pudo. Cuando lo llamé con pena en la tarde, mi padre solo me dijo: “No te preocupes, hijo, ya leeré tu texto”. La misión, por eso, siguió siendo la misma. Vivir el concierto a través de él. Era lo más justo para todos.
“El carrusel del furo”, “De vez en cuando la vida” y la siempre recordada “De cartón piedra” fueron las primeras canciones de la noche. El Gran Teatro Nacional y un aforo lleno de casi mil quinientas personas lo recibieron con una cortina de aplausos. Joan Manuel Serrat se mostraba alegre, algo pausado y contemplativo en sus primeras palabras, pero pronto muy conectado con el público, soltando bromas, interpelando a los asistentes. “¿Dónde estaban?”, les preguntó a una pareja que llegaba tarde. “Aquí nosotros sufríamos mientras los esperábamos”. Se veía bastante mayor al Serrat que aparecía en los discos que teníamos en casa. Con menos pelo. Igual que mi padre, igual que yo ahora. Un breve acceso de tos al final de “Mi niñez” confirmaba que el tiempo había pasado también por su garganta. Pero el efecto de sus canciones seguía siendo el mismo; los asistentes parecían no notar el cambio.
Siguieron “Hoy por ti, mañana por mí”, compuesta junto a Joaquín Sabina para el disco “La orquesta del Titanic” (2012), “Tu nombre me sabe a hierba”, interpretada ya junto a su guitarra, “Niño silvestre” y también “Algo personal”. La banda que lo acompañaba, si bien reducida, emulaba casi a la perfección la presencia de una orquesta entera, logrando texturas que por ratos me hacían buscar una trompeta o un xilófono escondido en los márgenes del tablado. Antes de continuar con la siguiente sección, Serrat aprovechó para presentar la gira que lo traía de vuelta a Lima: “Antología desordenada”, un disco y más de cien conciertos con los que celebra cincuenta años de no haber dejado los escenarios.
De esta forma, en un gesto casi nostálgico, siguió con temas de su primera etapa, aquella en la que aún cantaba en catalán: “Cançó de bresso”, “Paraules d’amor” y “Ara que tinc vint anys”. A raíz de esta última, que se traduce como “Ahora que tengo veinte años”, aprovechó para relatar una anécdota. Sentado y apoyado sobre una mesa enmantelada que lo retrataba como alguien muy cercano y cómodo, Serrat contó que tuvo que cambiar el título de la canción dos veces. Primero, al cumplir cuarenta, la rebautizó como “Hace 20 años que tengo 20 años”. Y luego, a sus sesenta, como “Hace 20 años que digo que hace 20 años que tengo 20 años”. Un trabalenguas que de inmediato me trajo un recuerdo olvidado: todo ese tiempo en el que solía afirmar, medio en broma, medio en serio, que mi padre tenía cuarenta. Ni más ni menos. Aquella era la edad del padre, y el mío no era la excepción.
Este tipo de reminiscencias podrían parecer no venir al caso. Pero lo cierto es que Joan Manuel Serrat no solo cuenta con canciones de protesta o de amor, sino también con un extenso repertorio de temas que evocan la niñez, el origen y la paternidad. “Esos locos bajitos” es uno de ellos. “A menudo los hijos se nos parecen”, cantó Joan Manuel, y a mí se me dio por pensar que únicamente estaba allí, viéndolo cantar junto a más de un millar de fanáticos, por el solo hecho de seguir los pasos de mi padre. Todo por una afinidad que no podía sostenerse por sí misma, pues era inseparable de la admiración y el cariño.
“Para la libertad”, “Mediterráneo”, “Romance de Curro El Palmo” y “Hoy puede ser un gran día” se dejaron oír luego, entre aplausos y vítores que el público ofrecía como muestra de gratitud ante el emotivo espectáculo que nos dejaba Joan Manuel. El cantautor agradeció entonces a sus músicos, a quienes lo habían venido a ver -ya en este momento de pie, rogando que les regalara una canción más-, y continuó el concierto con “Lucía” y “Cantares”. Las luces se apagaron y los músicos salieron de escena. Sin embargo, el imbatible Serrat aún daba para más. “Aquellas pequeñas cosas” y “Fiesta” fueron las elegidas para acabar con la emoción de tantos. Hubo aplausos, rosas y más pedidos, pero ya todo había terminado. “Faltó Penélope”, hubiera dicho mi viejo. Pero en realidad, solo faltaste tú, pa.