En su quinta temporada, Microteatro ofrece un variado repertorio consolidando su lugar como opción de entretenimiento y también como laboratorio de experimentación y desarrollo teatral. En esta oportunidad nos detenemos en dos obras muy diferentes entre sí, pero que apuestan por preocupaciones personales de sus creadores. La primera, en el terreno de la familia. La segunda, en aspectos muy íntimos de la creación teatral misma.
“Oregon” nos da la oportunidad de ver un trabajo conjunto de los hermanos Neyra: Ezio, escritor del drama, y Jesús, encargado de la dirección. Se trata de un duro ajuste de cuentas familiares entre un hijo (Roberto Prieto) y su madre (Sara Silva). Una pieza teatral pensada como un desgarrador enfrentamiento que trasciende el escenario y el tiempo. Ezio Neyra ofrece un texto amargo, intenso, casi sin tregua. Centrado sobre todo en el dolor de un hijo que ha sido apartado emocionalmente por la madre.
Es interesante que la propuesta se represente frente a los espectadores de pie. Lo que consigue un efecto siniestro en donde todos somos, de alguna manera, fantasmas dentro de la obra. Ello contribuye a crear una atmósfera claustrofóbica y tensa de la que queremos escapar, no sin antes entender hacia dónde va la historia. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, los logros escénicos de “Oregon” pierden fuerza con las interpretaciones tan dispares de los actores protagonistas. Porque si bien es interesante que ambos se mueven en direcciones contrarias, el hijo con mucha intensidad y la madre bastante más pausada, la propuesta no termina de cuajar principalmente porque al ser una obra de 15 minutos de duración no hay forma de trabajar más esa distancia. De manera que Roberto Prieto resulta excesivo, perturbando una puesta en escena que de por sí ya es dura. Sara Silva es más adecuada porque justamente está interpretando a una madre ausente, alejada, incapaz de involucrarse con ese hijo que tanto la reclama. El toque final, tan inquietante como el resto de la obra, logra el efecto que pretende: sorprender a la audiencia. Pero luce como una fórmula de género, como un remate calculado.
Por su parte, “La peluca” es una delicia de comienzo a fin. Mariana de Althaus, en el que es su único estreno del año, nos introduce en su propio mundo profesional: el teatro. Pero a diferencia de sus obras previas en las que explora al infinito en la condición femenina más íntima, esta vez se centra en el enfrentamiento de dos voluntades: la directora de una obra (Denise Arregui) y la actriz principal (Lita Baluarte). Por supuesto, la dramaturga no escapa a sus propios fantasmas, e introduce en esta diferencia de opiniones todos los elementos que conoce y maneja tan bien. Las protagonistas son mujeres con ideas muy concretas y la pugna que se genera sobre la manera de interpretar un personaje determinado termina revelando aspectos muy íntimos de cada una. Es donde entran en juego todos los recursos posibles para hacer de esta una pieza viva. Casi real. Lo más interesante en “La peluca” no está en ofrecer diversas interpretaciones de una misma escena, sino más bien en el desarrollo de los juegos de poder y en la astucia para manipular a la contraparte. Es ahí donde Denise Arregui se desenvuelve mejor. En respuesta, Lita Baluarte no se queda atrás y al mostrarse más vulnerable es donde la encontramos más cuajada como actriz. Ambas actrices, que trabajaron con De Althaus en “Criadero”, logran tal empatía en escena que nos dejan con la miel en los labios.
No hay nada mejor en el teatro que un discurso que nos llegue a los espectadores de una manera natural. Que vaya creciendo y que ofrezca elementos de descubrimiento a medida que se desarrolla. Y en el que los intérpretes nos hagan cómplices de sus vivencias por las vías de la persuasión y no por el impacto altisonante de las sílabas o las expresiones. “La peluca” tiene todo eso. Lamentablemente solo tiene una duración de 15 minutos.