Una de las impresiones que me han dejado las recientes reposiciones de las obras de Eugene O'Neill, Arthur Miller y Tennessee Williams en Broadway era que habían perdido vitalidad. Que se habían convertido en clásicos sobre los que prácticamente estaba dicho todo. Y aunque ninguna de esas obras habían sido pensadas como piezas de época habían terminado convirtiéndose en eso, perdiendo realismo y sobre todo su visión contemporánea del mundo.
Felizmente, de tiempo en tiempo aparece alguien con las ideas precisas para reinterpretar obras de este calibre. Es lo que sucede actualmente en Broadway con la reposición de “A view from the bridge”, de Arthur Miller, dirigida por Ivo van Hove y producida por la compañía británica The Young Vic. Arthur Miller escribió “A view from the bridge” cuando ya era un dramaturgo reconocido. Sus obras previas cimentaron el nuevo teatro americano y con esta obra, estrenada originalmente en 1955, no hizo sino enfatizar su posición como un gran artista y también como un hombre de ideas.
El protagonista es Eddie Carbone. Un buen hombre de origen italiano que se ha afincado en Brooklyn. Su vida es rutinaria y no la cuestiona. No tiene mayores aspiraciones que las de proteger a su familia y mantener su pequeño mundo en calma. Solidario con sus paisanos menos afortunados, Eddie recibe en su casa a dos hermanos que han llegado ilegalmente a América. Comienza el drama.
Miller traza la tragedia que está a punto de desencadenarse con maestría. Estos muchachos significan el futuro, la incertidumbre, los sueños por alcanzar. Todo lo que desconcierta a Eddie, sumado el cuadro de celos por su sobrina. Aquí es donde el universo de los Carbone estalla en mil pedazos. El padre de familia se convierte en un ser mezquino, rencoroso y soplón. Es decir, se transforma en lo que más desprecia.
Con el tiempo, la fama de “A view from the bridge” se tradujo en diversos montajes alrededor del mundo, adaptaciones al cine y la televisión, e incluso una ópera con música de William Bolcom y libreto del propio Miller. Pero al igual que con otras obras de su autor, las reposiciones dejaron de tener el impacto que el material original contenía. Los últimos montajes en Broadway, por ejemplo, sirvieron para el lucimiento de sus actores, pero difícilmente plantearon alguna novedad en términos teatrales. Parecía imposible revitalizar la historia de lealtades enfrentadas del señor Carbone.
Entonces llegó Ivo Van Hove, un director belga que desarrolló una carrera en constante ascenso en Europa. Esta producción, que se presenta en el Lyceum Theatre de Nueva York, se estrenó el año pasado en Londres, obtuvo premios y despertó un fervor por su director.
Van Hove prescinde de los elementos formales del teatro convencional y sitúa el drama de Eddie Carbone (interpretado por un incomparable Mark Strong) en un tiempo y espacio imprecisos. Sin escenografía y con un vestuario básico, encierra a sus protagonistas en un cubo y los rodea de público.
Allí, en el escenario, convertido casi en un ruedo, se desarrolla la trama hasta explotar en un baño de sangre.
Lo verdadero y valioso en esta puesta en escena es haber rescatado la obra de su propia etiqueta. Al arrancarla de su época, Van Hove le devuelve la universalidad que Miller planteó en su tiempo. Ya no estamos frente a una historia de ítalo-americanos en la América de mediados del siglo XX. Los actores en esta oportunidad ni siquiera se preocupan por lucir italianos porque el drama que viven no implica una determinada comunidad, sino la humanidad misma.
Pocas veces uno siente que está frente algo realmente importante cuando se trata de reposiciones. Esta es una rara ocasión de admirar y celebrar el renacimiento de una obra que parecía congelada en el tiempo.