ALBERTO SERVAT *
Es el tercer acto de “Don Carlo”, el portentoso drama musical de Verdi sobre la corte de los Austria. La escena es siniestra y reveladora, el rey Felipe II de España conversa con el Gran Inquisidor. Discuten sobre la sucesión y el monarca es firme en su decisión. Seguir en el trono por su deber hacia España. El Gran Inquisidor es más brutal aún y le aconseja a su soberano: “Hasta Dios sacrificó a su único hijo por amor a la humanidad”.
Los tiempos han cambiado desde entonces. Y aunque el drama de los borbones también lo contemplamos desde la platea, como si se tratara de una ópera, la realidad es distinta.
El rey Juan Carlos de España anuncia que abdica al trono en favor de su hijo, don Felipe. “Hoy merece pasar a la primera línea una generación más joven, con nuevas energías, decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando y a afrontar con renovada intensidad y dedicación los desafíos del mañana”, ha dicho el rey en su discurso a la nación. Una nación que fue testigo del deterioro del prestigio de la casa real por una serie de circunstancias que no pasaron desapercibidas para la prensa y para la opinión pública.
Es curioso contemplar las viejas instituciones europeas desde nuestra posición de demócratas en América Latina. Una y otra vez son muchas las voces cercanas las que irrumpen señalando lo anacrónico que resultan las monarquías en el siglo XXI. Razones no les faltan. Fue en el siglo XIX que nos independizamos y emprendimos nuestro camino por nosotros mismos. Pero las monarquías sobrevivieron. Y aprendieron a convivir con la democracia de sus gobiernos.
No solo eso. Algunos monarcas fueron artífices y cómplices en los cambios. No olvidemos que fue Juan Carlos I quien abrió el camino hacia un gobierno demócrata al comienzo de su reinado. Fue el principal soporte de las instituciones republicanas en tiempos de crisis. Y fue un aliado imprescindible para los cambios y la modernización de la España que conocemos.
Visto desde este punto, considerando el papel que otros monarcas han jugado en la historia de sus respectivos países, ¿qué tan anacrónica resulta esa participación? No nos toca a nosotros encontrar esta respuesta.
La decisión del rey de España es oportuna, racional y acertada. La figura de su sucesor, el príncipe Felipe de Asturias, siempre al lado de doña Letizia, es una promesa de cambio. Allí está un príncipe, educado desde el nacimiento para llevar la corona. Una personalidad que ha sabido conquistar con gran simpatía a toda una nación.
Y menciono la presencia de su consorte porque es doña Letizia justamente la clave para entender el cambio. Letizia de Asturias, nacida Letizia Ortiz, en su calidad de plebeya confiere el toque de renovación. Es la mirada fresca, con voluntad determinante. La mujer del nuevo siglo que debe ser el eslabón entre un mundo aparentemente obsoleto y la realidad actual. Su papel será determinante para el triunfo de la nueva monarquía.
Para entonces, el propio rey Juan Carlos será un espectador más de esta ópera contemporánea. No nos toca predecir nada, simplemente ocupar nuestro lugar en la platea y contemplar el drama que acaba de comenzar.
* Editor Central de Luces y Escape y Editor General de ¡Hola! Perú