“Era la noche del 6 de enero de 1943 cuando dos policías vinieron a mi casa a buscar a mi padre. Él les dijo que no había hecho nada malo pero no le escucharon. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel”.
Así recuerda Blanca Katsura el momento en el que las autoridades se llevaron a su progenitor de la casa en la que vivía con su familia en una hacienda del departamento de Lambayeque, en el norte de Perú.
El delito de Victor Katsura -quien administraba una tienda en la que vendía productos de primera necesidad- no era otro que el de formar parte de la próspera comunidad japonesa de la nación sudamericana.
A principios de los 40 del siglo pasado, en plena Segunda Guerra Mundial, muchos de los ciudadanos procedentes de la nación asiática fueron perseguidos y encarcelados en Perú.
Los Katsura acabarían formando parte del grupo de más de 2.200 latinoamericanos de origen japonés (unos 1.800 de ellos residentes en Perú) que -acusados sin pruebas de llevar a cabo tareas de espionaje y otras actividades subversivas para el gobierno de Tokio- fueron enviados a la fuerza a campos de reclusión en Estados Unidos.
CHIVOS EXPIATORIOS“En la década de los 30, en medio de la crisis económica mundial, en Perú y otros países latinoamericanos se utilizó a los inmigrantes asiáticos como chivos expiatorios”, explica la historiadora estadounidense Stephanie Moore.
En las primeras décadas del siglo XX muchos japoneses prosperaron en Perú, logrando abrir sus propios negocios.
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Moore es la investigadora principal del Proyecto de Historia Oral de los Peruanos Japoneses (JPOHP, por sus siglas en inglés), que desde 1991 ha estado recopilando testimonios como el de Blanca Katsura.
“A medida que los japoneses -que habían llegado a Perú a fines del XIX- empezaron a prosperar, aumentaron las tensiones y las quejas de los ciudadanos de que los asiáticos les estaban quitando el trabajo”, señala Moore.
En mayo de 1940 Perú vivió una oleada de saqueos organizados que acabó con la destrucción de cerca de 600 negocios, viviendas y escuelas propiedad de ciudadanos de origen japonés.
“Entonces las autoridades peruanas, a instancias del gobierno de Washington, empezaron a elaborar listas negras con los nombres de miembros prominentes de la comunidad nipona”, explica Moore.
Blanca Katsura tenía 12 años cuando su padre fue detenido por las autoridades peruanas.
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Luego vendría la confiscación de sus bienes y su encarcelamiento, que culminaría con la deportación de familias enteras a EE.UU.
INTERCAMBIO DE PRISIONEROS¿Y para qué quería Washington a los japoneses de Perú y de otras 12 naciones latinoamericanas?
Para utilizarlos en el intercambio de presos con el gobierno de Tokio, que a su vez había hecho prisioneros a centenares de estadounidenses.
“Un mes después de su detención, mi padre me envió una carta por mi cumpleaños y fue así como nos enteramos de que lo habían llevado en barco a un campo de internamiento en Panamá -donde lo tenían haciendo trabajos forzosos- y de que lo iban a trasladar a Texas”, relata Blanca Katsura en conversación con BBC Mundo desde su casa en el norte de California.
Muchas mujeres aceptaron voluntariamente ser deportadas juanto a sus hijos a EE.UU. para estar con sus maridos.
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Seis meses más tarde, la madre de Blanca, igual que hicieron muchas mujeres cuyos maridos fueron deportados a EE.UU en calidad de “enemigos extranjeros”, decidió voluntariamente unirse a su esposo y viajar junto a sus tres hijos en un carguero chileno hasta EE.UU.
“En Nueva Orleans confiscaron nuestros pasaportes. Nos montaron en un tren y nos llevaron al campo de internamiento de Crystal City, en Texas”, relata Katsura.
En este campo también ingresaron a decenas de latinoamericanos de origen alemán e italiano.
EL CAMPO DE CRYSTAL CITYEl campo de Crystal City fue uno de los principales destinos de los latinoamericanos de origen japonés.
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Blanca y su familia estuvieron cerca de cuatro años viviendo en unos barracones de Crystal City, una experiencia que no recuerda como especialmente traumática.
“Íbamos a la escuela cada día, donde nos enseñaban japonés. Luego supe que era así porque querían que conociéramos la lengua para cuando nos deportaran a Japón”.
En Crystal City también estuvo internada la familia de Chieko Kamisato, cuyo padre había llegado a Perú procedente de Japón en 1915, estableciendo un negocio de panadería en Lima.
“Cuando llegamos en barco a Nueva Orleans nos obligaron a desnudarnos y nos rociaron con DDT (un insecticida altamente tóxico). Sé que para mi madre fue un momento muy humillante”, relata Kamisato en conversación con BBC Mundo.
“A Crystal City se le puede llamar campo de concentración porque no nos dejaban salir de él y había guardas con armas vigilando. (…) Pero teníamos libertad dentro del campo. Había una tienda donde podíamos comprar alimentos y nos daban la ropa”, cuenta Kamisato, quien reside en Los Ángeles, California.
DEPORTACIÓN
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De los más de 2.200 japoneses latinoamericanos que fueron recluidos en campos de internamiento de EE.UU., unos 800 fueron utilizados en los intercambios de prisioneros que Washington realizó con el gobierno de Tokio.
Al acabar la Segunda Guerra Mundial, ante la negativa de Perú y de otros gobiernos latinoamericanos a recibirlos, cerca de 1.000 de ellos fueron deportados a Japón.
Alrededor de 350 ciudadanos latinoamericanos de origen japonés -entre los que estaban las familias de Chieko y Blanca- se negaron a ser enviados a Japón, logrando permanecer en territorio estadounidense gracias a la intervención de la Unión de Libertados Civiles de EE.UU. (ACLU, por sus siglas en inglés).
Tras haber perdido todo lo que habían construido en Perú con décadas de esfuerzo, los padres de Blanca y Chieko tuvieron que empezar de cero en una tierra desconocida.
LA LUCHA POR UNA COMPENSACIÓNNo fue hasta 1988 que el gobierno estadounidense aceptó compensar con US$20.000 y una disculpa oficial a los cerca de 60.000 sobrevivientes de origen japonés de los campos de internamiento.
Muchos de los niños internados en Crystal City vivieron su adolescencia en el campo.
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Los japoneses latinoamericanos quedaron excluidos, ya que cuando fueron encarcelados en los campos no eran ciudadanos estadounidenses ni residentes legales en el país.
Tras demandar al gobierno de EE.UU., en 1998 llegaron a un acuerdo con las autoridades que contemplaba una disculpa y una indemnización de US$5.000.
Ante esta diferencia de trato, un grupo de latinoamericanos de origen japonés encabezado por Art Shibayama, acabó acudiendo en 2003 frente a la Organización de los Estados Americanos (OEA), organismo que todavía no se ha pronunciado sobre el asunto.
Ni la familia de Blanca Katsura y ni la de Chieko Kamisato pidieron ningún tipo de compensación al gobierno peruano.
En 2011, el expresidente Alan García pidió disculpas en nombre de Perú por el “grave atentado contra los derechos humanos y la dignidad de los peruano-japoneses y japoneses en 1941”.
Art Shibayama (dcha.) presentó una demanda ante la OEA para recibir del gobierno de Washington la misma compensación que se les otorgó a los japoneses estadounidenses.
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Pese a que Blanca y Chieko aceptaron los US$5.000 que les ofreció el gobierno de EE.UU., consideran que no hay dinero suficiente para compensar la odisea que tuvieron que vivir ellas y sus familias.
“Mis padres querían regresar a Perú pero no les dejaron. Echaban de menos la vida que habían tenido allí. El gobierno peruano los vendió al gobierno estadounidense, perdiendo todo lo que habían construído con 30 años de duro trabajo. ¿Cómo se sentiría usted?”, dice Blanca con tristeza.
En el caso de Chieko, cree que la compensación del gobierno estadounidense llegó demasiado tarde.
“Mis padres ya habían fallecido cuando recibimos la indeminización y eso es lo que más pena me da”.
Muchos peruano-japoneses perdieron todo lo que habían construido en Perú con décadas de esfuerzo.
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