Sigmund Freud ilustra la lógica de una conciencia culpable con la anécdota del individuo que increpa a su vecino por devolver rota la tetera que le prestó. El vecino primero niega que le hayan prestado una tetera. Luego lo admite, pero alega que la devolvió intacta. Finalmente arguye que la tetera ya estaba rota cuando se la prestaron. Todo lo cual confirma lo que pretendía ocultar: que tomó prestada una tetera en buen estado y la devolvió rota.
Recuerdo eso al revisar la secuencia de respuestas de Jair Bolsonaro sobre los incendios en la Amazonía brasileña. Primero alegó que eran los incendios habituales durante esta época del año. Cuando quedó claro que excedían en un 84% la proporción de incendios del año anterior, sostuvo que debían tratarse de un sabotaje por parte de las ONG a las que había reducido el financiamiento.
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Cuando se le preguntó si tenía prueba de ello admitió que no, añadiendo con ironía que, si sus inquisidores mediáticos lo deseaban, podía culpar por los siniestros a los marcianos. Cuando el Grupo de los Siete le ofreció un fondo para combatir los incendios y los gobiernos de Alemania y Noruega suspendieron sus contribuciones a un fondo para la preservación de la Amazonía, Bolsonaro los acusó de actuar con una “mentalidad colonialista” y les sugirió emplear esos fondos para reforestar sus propios bosques.
Todo lo cual no hacía sino poner de relieve aquello que pretendía ocultar. En primer lugar, que su gobierno minó la regulación de protección ambiental que redujo la tasa de deforestación de la Amazonía en un 80% entre el 2004 y 2012. Por ejemplo, al reducir las multas por deforestación que su ministro del Ambiente, Ricardo Salles, calificó de “ideológicas” porque, presumo, compartía la visión de su canciller, Ernesto Araújo, según la cual el cambio climático es un mito urdido por el marxismo internacional.
En segundo lugar, que si bien esa regulación venía reduciéndose desde el 2013 (bajo los gobiernos de Dilma Rousseff y Michel Temer), el tiro de gracia fue la virtual invocación de Bolsonaro a mineros y productores agropecuarios para que, al mejor estilo del lejano Oeste, desarrollasen sus negocios en todo espacio amazónico al que consiguieran acceder.
No fue sino hasta que el Gobierno de Finlandia propusiera a la Unión Europea prohibir las importaciones de carne procedentes de Brasil y los gobiernos de Francia e Irlanda amenazaran con oponerse a la ratificación del tratado comercial entre la Unión Europea y el Mercosur, que Bolsonaro admitió el problema. Más aún, envió a las fuerzas armadas a combatir los incendios y aceptó la realización de una cumbre entre los presidentes de países con territorio amazónico. De pronto el mandatario brasileño descubría que, para negar el cambio climático e ignorar las normas internacionales sobre el tema sin padecer consecuencias, había que ser una de las principales potencias económicas y militares del sistema internacional, no una potencia intermedia.
Además de la anécdota de Freud, el asunto me recordó la novela “El mundo perdido”, de Arthur Conan Doyle (el creador de Sherlock Holmes). En ella, Doyle sostenía que el único lugar del mundo en el que aún subsistían dinosaurios antediluvianos era una meseta precámbrica situada en la Amazonía del Brasil: podría ser la descripción de Brasilia, sede del gobierno de ese país.