El viaje a Pyramiden, en el archipiélago noruego de Svalbard, fue un poco como ir a los confines de la Tierra.
Primero volé al norte de Noruega, en el extremo del continente europeo. A continuación, abordé otro avión al norte de Longyearbyen, la capital de Svalbard, en la isla de Spitsbergen, una isla más cerca del Polo Norte que de Oslo.
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Entonces, justo cuando imaginaba que ya había llegado al extremo norte del mundo, en un lugar donde el sol no sale durante cuatro meses al año y no se pone durante otros cuatro, un lugar donde deambulan por las calles el zorro ártico y el reno de Svalbard, fui un poco más lejos.
Era el tramo final a la ciudad minera de carbón, alejada del mundo o, más bien, el mundo como la mayoría de nosotros lo conocemos.
Navegué por las agitadas aguas del Ártico en el pequeño bote turístico que sale tres veces por semana desde Longyearbyen, mientras escudriñaba el horizonte en busca de osos polares. Cuando dimos la vuelta al primer promontorio y giramos hacia el extremo norte, todo estaba en silencio.
Como caricaturas de dibujos animados de aves árticas, los frailecillos volaban junto al barco, un preludio de las grandes colonias de aves marinas en los acantilados.
Las nubes se arremolinaban alrededor de las cumbres cubiertas de nieve y los altos valles donde la nieve se volvía gris carbón a mediados de verano, y luego se volvía intensamente blanca con los repentinos rayos de sol. Estaba asombrado.
Y luego, al otro lado de las aguas casi cubiertas de hielo hasta bien entrado el verano, estaba Pyramiden.
Pocas llegadas transmiten el desconcierto que provoca arribar a Pyramiden. Al este, a través de las heladas aguas veraniegas de Billefjorden, el glaciar de Nordenskjöldbreen se adentra implacablemente en el mar, un recordatorio de que más del 60 % de Svalbard está formado por glaciares.
Austero bajo las nubes de verano, elemental en su confluencia de hielo, agua y roca, era un símbolo de la belleza ártica.
Pyramiden mismo está lleno de restos de la minería del carbón: vigas de acero y herrajes oxidados que se tambalean en ángulos extraños, los edificios de la mina semiderrumbados se han convertido en escombros, grandes montículos de desechos negros que ofrecen una visión postapocalíptica.
Ferrocarriles mineros abandonados marcaban la empinada ladera hacia el norte, mientras que la lúgubre uniformidad de los edificios construidos al estilo estalinista parecían estar haciendo todo lo posible por arruinar la belleza que los rodeaba. Podría haber sido un escenario para una película de suspenso de la Guerra Fría en el Ártico.
Pero allí, en el muelle, estaba Sergei Rubelev, saludando con entusiasmo con su suéter blanco de pesca y una sonrisa radiante. Pyramiden puede ser un puesto de avanzada descuidado del antiguo imperio soviético, pero Rubelev era, más que cualquier otra cosa, un humano feliz por recibir compañía en su lugar de vigilia solitaria, y su bienvenida fue cálida.
Aparte de las expediciones invernales en motos de nieve y el avión de suministro ocasional, Pyramiden está aislado del mundo exterior durante ocho o nueve meses al año; no mucho antes de mi llegada, Rubelev había pasado el invierno aquí.
A partir de junio o julio, los turistas descienden a la capital de Svalbard, Longyearbyen (población: 2.400 personas), en cruceros y vuelos diarios, con docenas de excursiones y actividades que se ofrecen, desde trineos tirados por perros, kayak y caminatas hasta excursiones en bote en busca de morsas.
Entre estas excursiones se encuentran los pequeños barcos turísticos que transportan de 10 a 15 viajeros a la vez (y a veces suministros) a Pyramiden, si el número y el clima lo permiten.
A veces, los barcos dejan o recogen a científicos o cazadores locales en cabañas aisladas a lo largo del camino. Incluso en verano, los barcos a veces no pueden atravesar el hielo y pasan semanas sin que llegue ninguno. No es de extrañar que Rubelev estuviera feliz de vernos.
Fueron los suecos los primeros en descubrir carbón en Pyramiden en 1910. En ese momento, se discutía el estado legal de Spitsbergen (como se conocía entonces a Svalbard); la mayoría de los vecinos del Ártico de Noruega consideraban que Spitsbergen era un territorio internacional donde podían hacer lo que quisieran.
En 1925, las naciones del Ártico y más allá firmaron el Tratado de Svalbard. Según los términos del tratado, que siguen vigentes hasta el día de hoy, el archipiélago insular pertenece a Noruega.
Pero el poder noruego aquí no es absoluto, y el tratado establece que “Todos los ciudadanos y todas las empresas de cada nación bajo el tratado pueden convertirse en residentes y tener acceso a Svalbard, incluido el derecho a pescar, cazar o emprender cualquier tipo de actividad marítima, actividad industrial, minera o comercial”.
Aprovechando el estatus legal algo anómalo de Svalbard bajo el tratado, Suecia vendió Pyramiden a la Rusia de Stalin en 1927 y se convirtió en uno de los dos puestos de avanzada rusos en Spitsbergen (el otro, Barentsburg, está mucho más cerca de Longyearbyen).
Estos eran pueblos mineros del carbón (el carbón era la única razón por la que existían) que operaban bajo el gigante fideicomiso minero soviético conocido como Arktikugol.
Aunque ahora es difícil de creer, Pyramiden en la década de 1950 tenía más personas viviendo aquí (2.500) que las que viven hoy en Longyearbyen. Incluso sobrevivió al imperio soviético: sus 60 km de pozos mineros todavía estaban en uso a principios de la década de 1990.
Sin embargo, no pudo durar y no duró. La disminución de la producción de carbón, junto con el costo elevadísimo y la logística de mantener una ciudad en un lugar tan inhóspito, sellaron el destino de Pyramiden.
Las minas cerraron en 1998 y, al no haber otra razón para vivir aquí, el pueblo fue abandonado. Solo un personal reducido de rusos como Rubelev permanece para vigilar, aunque no está claro con qué propósito; es difícil imaginar a alguien organizando una incursión para apoderarse de este rincón abandonado de la Tierra, y Rubelev tampoco podría hacer mucho al respecto si lo hicieran.
Mientras Rubelev me llevaba por bulevares vacíos y más allá de las fachadas de los bloques de apartamentos vacíos, con un rifle colgado del hombro para protegernos de los osos polares visitantes, sonrió enigmáticamente cuando le pregunté si estábamos caminando en suelo ruso o noruego.
“Ambos. Ninguno. Esta tierra es de todos y no es de nadie”. Se detuvo un momento, mirando a su alrededor las aceras agrietadas y los eslóganes cirílicos que exhortaban a la lealtad y ensalzaban las virtudes de la patria soviética.
“Si lo quieres, llévatelo”. Y luego se echó a reír, una gran carcajada que sentí que se había ido acumulando en las horas y días solitarios desde que desembarcaron los últimos botes.
Nunca había estado en ningún lugar como Pyramiden. Es un lugar desalentador, un cliché de la locura humana, un monumento vacío, conmovedor y solemne, a un imperio caído, todo escrito en grande contra un telón de fondo de una belleza apabullante.
Un busto de Lenin vigila una plaza cubierta de maleza. En el gimnasio con sus vidrios rotos, carteles de la década de 1950 llaman al patriotismo de los atletas para correr más rápido y saltar más alto. En otros lugares, las tablas del piso se combaron y crujen a lo largo de los pasillos de bloques de apartamentos monocromáticos y tristes con empapelados color marrón desteñido y alfombras marrones desgastadas.
Y, sin embargo, la vista desde las ventanas es deslumbrante. Las altas cumbres del Ártico rodean la ciudad, creando un glorioso cuenco natural junto al agua.
Los vientos helados limpianla tierra, revelando una escena que se volvió más hermosa al verse a través de la silueta de una torre de acero semiderruida. Sobresaliendo por encima de la ciudad estaba la montaña en forma de pirámide que le da nombre a la urbe.
Y glaciares. Por todas partes hasta el horizonte, había glaciares.
Le pregunté a Rubelev si podía ver la belleza de Pyramiden y sus alrededores. “Cuando estoy aquí, cuento los días hasta que me puedo ir”, respondió. “Pero luego, cuando estoy de regreso en casa en Rusia, añoro este lugar y su silencio”.
El diminuto bar del Hotel Tulpan es una instantánea de Pyramiden como era antes. Casi toda la población de Pyramiden, siete, en el momento de mi visita, se sentó en el bar donde Olga Kuznetsova sirvió tragos de vodka y discutió las noticias de lugares lejanos.
A un lado de la ventana, había recuerdos (prendedores de solapa de Lenin, gorras de Karl Marx) que Kuznetsova vende a los visitantes cada vez que llega un barco a la ciudad. El padre de Kuznetsova trabajaba en las minas de Pyramiden y ella pasó parte de su infancia aquí. ¿Sentiría nostalgia por el pasado de Pyramiden, me pregunté?
“A veces, sí”, responde ella en un inglés con mucho acento. “A veces parece que la vida era más simple en ese entonces. Pero la mente puede jugar trampas. La vida aquí era dura. Ahora Pyramiden es como una casa embrujada por fantasmas y eso me entristece”, dice.
“Pero a pesar de todo, me encanta estar aquí. Es un lugar especial. Se te mete debajo de la piel. Una vez que eso sucede, es muy difícil irse”.
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