En la mañana del 30 de septiembre, Mariam, de 20 años, se apresuraba a llegar al centro educativo de Kaaj, en el área de Dasht-e-Barchi de Kabul, poblada principalmente por la minoría étnica Hazara.
Wahidah, su amiga más cercana, la había llamado temprano esa mañana . “¿Por qué sigues durmiendo? Despierta, tenemos el examen hoy”, le había dicho.
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Ambas jóvenes tenían una prueba de práctica en preparación para Concor, un examen de ingreso a la universidad en Afganistán.
Mientras Mariam se dirigía al centro, Wahidah volvió a llamar para pedirle que se diera prisa y le dijo que le había reservado un asiento.
A las 7:15 Mariam acababa de llegar al centro cuando escuchó una serie de disparos.
“Entonces hubo una explosión, la más terrible que jamás haya escuchado”, recuerda. “Vi a estudiantes varones salir corriendo del centro, saltando el muro. Unos segundos después vi a chicas salir corriendo también. Muchas de ellas estaban heridas, con sangre en la cara y en la ropa”.
A Mariam no se le permitió entrar en el centro, pero se negó a irse a casa y siguió esperando a que Wahidah saliera.
Nunca lo hizo.
Wahidah estaba entre las 45 estudiantes mujeres que murieron en el ataque suicida en el instituto de estudios privado el 30 de septiembre.
“Era como mi hermana. Compartíamos todos nuestros secretos”, dice Mariam. “Wahidah no se perdió ni un solo día del curso preparatorio. Ella era la que vivía más lejos, pero aunque lloviera, nevara o hubiera una inundación siempre estaba allí”.
Ese viernes por la mañana el padre de Wahidah, Mohammad Amir Hyderi, había salido temprano para ir a su tienda.
“Ni siquiera la vi ese día”, dice. “Ella era la heroína de nuestra familia, mi ángel. Siempre sobresalió en la escuela. E incluso en un examen de práctica el mes pasado obtuvo el puntaje más alto entre 650 estudiantes”.
“Pero no era solo inteligente. Era tan bien educada y devota que todos en nuestra comunidad la amaban. No sé por qué Dios me eligió para ser su padre, pero ¿por qué se la llevó tan pronto?”.
Después de la explosión, Mohammad y Mariam pasaron horas yendo hospitales en busca de Wahidah.
“Los talibanes no nos dejaban entrar. Finalmente, en el hospital Ali Jinnah, Mariam logró ingresar”, dice Mohammad, llorando al recordar ese día.
“Unos minutos después Mariam salió llorando y gritando diciendo que había visto el cuerpo de Wahidah”.
Con la economía de Afganistán en ruinas, a Mohammad le resultaba difícil pagar las clases particulares, especialmente con sus escasos ingresos vendiendo verduras.
“Ahorraba en lo que podía. Compraba menos comida y me privaba de algunas cosas para pagar la educación de Wahidah y de mis otros hijos”, agrega.
Desde que los talibanes tomaron el poder en agosto pasado, las niñas no pueden asistir a la escuela secundaria en la mayor parte de Afganistán, incluido Kabul.
Wahidah ya había terminado la secundaria el año pasado, pero estaba preocupada por la educación de sus hermanas menores.
“Empezó a enseñar a sus hermanas todas las materias que se enseñan en secundaria”, dice Mohammad.
Con el aumento de las restricciones a los derechos y libertades de las mujeres bajo los talibanes, millones de mujeres jóvenes y niñas en el país viven momentos de desesperación.
“Cada vez que me sentía angustiada o no podía encontrar la motivación para estudiar, terminaba faltando a clases. Entonces Wahidah me decía: 'Yo te ayudaré, no te preocupes, pero por favor ven a clase'”, recuerda Mariam.
Para muchas jóvenes que no podían ir a la secundaria el centro educativo privado era una salida al vacío que llenaba sus días.
Omulbanin Asghari, de 17 años, soñaba con ir a la Universidad de Harvard para estudiar ciencias políticas o economía. Cuando no le permitieron completar su último año en la secundaria, estudió tanto como pudo en casa y también tomó cursos en Kaaj.
“Ella quería asegurarse de no perderse nada y de que su conocimiento estuviera al nivel de un estudiante de último año”, dijo su hermano Mukhtar Modabber.
“Solía leer mucho. Siempre estaba rodeada de libros. Y también hacía ejercicio todos los días para mantenerse en forma”.
Mukhtar también era profesor de Omulbanin, ya que ha enseñado física y matemáticas en el centro Kaaj durante 10 años.
“Omul siempre sonreía y bromeaba conmigo y decía 'Lala (hermano), me voy a ir al extranjero a estudiar, y luego volveré y trabajaré por los derechos de las mujeres. Ya verás, algún día seré más famosa que tú'”.
El 23 de marzo los talibanes habían anunciado que reabrirían las escuelas secundarias para niñas. Omulbanin fue a la escuela ese día, pero ella y sus compañeras fueron enviadas de regreso en apenas una hora. Los talibanes habían revocado su decisión.
“Es el peor recuerdo que tengo de ella. Fui la primera persona a la que llamó. No paraba de llorar”, dice Mukhtar.
“Y se sentía triste todas las mañanas a la hora en normalmente habría comenzado sus clases, y por la tarde cuando habría terminado”.
En la mañana del ataque, Omulbanin estaba de buen humor. “Estaba muy feliz. Desayunó temprano y se fue al centro más temprano de lo habitual”, recuerda Mukhtar.
Estaba en casa cuando recibió una llamada de su hermano menor, que también trabaja en el centro. A Mukhtar le dijeron que su hermana había resultado herida. Cuando corrió al centro se enteró de que había muerto.
Omulbanin era la menor de cinco hermanos y la “más querida de la familia”, dice su hermano.
“Estamos devastados. Mi madre tiene una dolencia cardíaca y está en muy mal desde que murió Omul”.
Afganistán ha sido escenario de numerosos ataques contra escuelas y centros de educación, en particular aquellos concurridos por estudiantes de la comunidad Hazara.
Hasta ahora ningún grupo se ha atribuido la responsabilidad del atentado del viernes pasado, pero la Provincia de Khorasan de Estado Islámico o ISKP, la filial regional de Estado Islámico, dijo haber estado detrás de ataques anteriores.
“Cada ataque afecta la moral de todos los estudiantes, pero especialmente de las niñas. Les asusta a ellas y a nosotros”, dice Mukhtar.
“Pero a pesar del peligro, continuaré enseñando. Las personas detrás de esta violencia tienen miedo de que su futuro esté en riesgo si la generación más joven de Afganistán recibe educación”.
“Esta semana perdí a mi hermana y a muchos de mis otros estudiantes. Pero debo recordar que cientos todavía están vivos y desean una educación. No quiero que tengan un futuro oscuro”.
El padre de Wahidah a menudo le decía que dejara de asistir a clases en el centro porque era demasiado peligroso. “Ella no me decía nada, pero le confiaba a su madre que no se detendría porque quería estudiar medicina y servir a su país”, dice Mohammad.
Por su parte, Mariam asegura: “Solo estoy esperando que el centro vuelva a abrir y volveré a mi curso”.
“Solía necesitar motivación para asistir a clases, pero ahora es un compromiso y una responsabilidad para mí”, agrega.
“Tengo que continuar mi educación, por Wahidah, por Nazanin, Shabnam, Nargis, Samira, por todas mis amigas que fueron asesinadas. Un día, venceremos”.
Mariam no sabe cuándo llegará ese día o si sucederá durante su vida, pero está segura de que eventualmente ocurrirá: “Tal vez más estudiantes mueran, pero al final ganaremos”.
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