A primera vista, es difícil reconocer a Lhoknga. Los árboles han vuelto a crecer tan imponentemente que, desde la carretera, la pequeña aldea parece escondida detrás de una frondosa cortina verde. Esta es la historia del reencuentro del periodista Andrew Harding y una víctima del peor tsunami de la historia.Seguir a @Mundo_ECpe !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Detenemos el auto en la periferia y nos encaminamos por un sendero aledaño hacia las empinadas montañas buscando toparnos con alguna cara conocida y preguntándonos cuánto habrá cambiado. Hace diez años era una escena muy distinta.
En los días inmediatamente después del tsunami, cuando todo quedó arrasado, se podía ver kilómetros a la distancia en todas direcciones, directamente hasta el mar, tal vez dos kilómetros hacia el oeste y hacia la capital regional de Banda Aceh.
Por todos lados había lodo, escombros y miseria. Los trabajadores de rescate empezaban a recuperar a los muertos y había cientos de cadáveres colocados ordenadamente en hileras a lo largo de la carretera.
EMOTIVA REUNIÓNFue en un campamento improvisado para sobrevivientes, en los predios de una mezquita, que conocí por primera vez a Mawardah Priyanka. Tenía 11 años, estaba exhausta, enlodada y sola.
Sus padres perecieron cuando la ola, de unos 35 metros de altura, impactó la cercana aldea costera de Lampuuk y alcanzó su casa.
Pasaron días antes de que descubriera que su hermana mayor, Mutiyah, de 16 años, seguía con vida.
Mantuve contacto con las hermanas durante los siguientes meses, mientras eran trasladadas desde el caótico campamento a su propia carpa y, eventualmente, a una nueva casa de ladrillo y madera construida por la organización benéfica británica Oxfam.
Mawardah regresó a la escuela. Mutiya se casó poco después y abandonó el lugar. Otra hermana mucho mayor, Ita, llegó a compartir la casa en Lhoknga. Y después, hace como ocho años, perdí contacto con ellas.
Me queda difícil orientarme a medida que atravieso lo que era un camino de tierra. Ahora es una carretera pavimentada con un puente nuevo que cruza un riachuelo.
A la derecha, puedo reconocer una aglomeración de construcciones, con bases de concreto, paredes sencillas de madera y techos de cinc.
Alguien grita que un forastero se acerca y, de repente, una alta y resplandeciente figura sale corriendo de la puerta.
Para los dos resulta ser una reunión emotiva, alegre, por momentos incómoda. Quedo impactado con lo poco que Mawardah parece haber cambiado, aparte de su altura, y cómo mi regreso evidentemente representa mucho para ella y su hermana, Mutiyah, que llegaría del campo dos días después.
Me siento culpable de no haber seguido en contacto, después de que muchas personas locales y extranjeras que actuaron como intermediarias abandonaran la provincia.
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“No hay quien se ocupe de mí, nadie me ama como mis padres”, me dice una triste Mawarday.
El tsunami no dejó restro alguno de sus padres, no quedó una sola foto de ellos. Ita, ahora preocupada por su propia familia, muchas veces deja a Mawardah sola con sus quehaceres, su escritorio de madera y un colchón sencillo sobre un piso de concreto.
CASAS VACÍASPero pronto se evidencia que el desastre también moldeó la vida de Mawardah de otras maneras más positivas.
Ha ganado varias becas educacionales otorgadas por una fábrica de cemento local y está estudiando inglés en un colegio privado en Banda Aceh.
En los siguientes dos días, durante los cuales camino por su casa, visito su colegio y almuerzo con su círculo cerrado de amigas, aprendo más sobre los desafíos y complejidades de su vida y concluyo que las experiencias de Mawardah reflejan las circunstancias más amplias de Aceh en la década después del tsunami.
Primero, está la casa, una de 140.000 construidas con la increíble suma de US$7.000 millones en asistencia internacional donada a Aceh.
La de Mawardah se construyó de prisa y eso es evidente. El techo gotea, las paredes son endebles y recuerdo algunas desagradables disputas al comienzo en las que los parientes eventualmente serían los dueños.
Pero la construcción cumplió su propósito y la familia reconoce que es una casa mejor que la que tenían antes de 2004.
En otras partes, queda claro que un número importante de casas yacen abandonadas. Estas fueron construidas en un frenesí mal coordinado de agencias de ayuda que muchas veces competían entre ellas, llenas de dinero y más pendientes de gastarlo rápidamente que de abordar los intereses de las comunidades afectadas.
“Le doy al esfuerzo de asistencia una calificación de 65 (sobre 100)”, expresa Muslahuddin Daud, un funcionario del Banco Mundial que casi muere ahogado en el tsunami.
“Hay muchas cosas que no son perfectas: con US$7.000 millones, pudimos hacer las cosas mejor. Muchas casas están vacías... sobran. Tuvimos más de 500 agencias de ayuda y... mucha repetición de esfuerzos”.
Daud comentó que el exceso de dinero extranjero hizo a la gente pensar en que “tenían el derecho a recibir la ayuda” y volverse perezosos“.
“Aceh se ha estancado en términos de crecimiento. No hay la habilidad de manejar los recursos”, añadió.
“MUJER FUERTE”Por otra parte, hay paz.
Antes del tsunami, Aceh luchaba contra una violenta rebelión separatista. Aún cuando tenía 11 años, Mawardah recuerda el impacto que eso tuvo sobre la vida de todos. El miedo, los bloqueos de carreteras y los enfrentamientos en las montañas aledañas a la aldea.
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Pero el desastre actuó como un catalizador para conversaciones de paz y hoy en día la provincia continúa gozando de un acuerdo de autonomía que acabó con el conflicto.
Desde entonces, el nuevo gobierno ha introducido elementos de la ley sharia que muchos aquí, incluyendo Mawardah, apoyan públicamente.
Pero los críticos dicen que los azotes públicos y otros castigos son un abuso de los derechos humanos y muchos inversionistas extranjeros se mantienen alejados de una provincia que está quedando rezagada del resto de Indonesia en términos de crecimiento económico y reducción de pobreza.
“Nos gusta la sharia y yo soy una buena musulmana”, dice Mawardah, aunque cree que los funcionarios que imponen la nueva ley suelen ser unos “hipócritas”.
Una tarde, visitamos el colegio de Mawardah en Banda Aceh donde toma una clase de boxeo tailandés con otro grupo de alumnos y alumnas.
“Es una buena estudiante. Trabaja duro, estudia duro. Es una niña con espíritu de niño. Es fuerte. No se da por vencida fácilmente”, señala su maestro de inglés Maulizan Za.
Él se preocupa por la inflación pero, como casi todos los consultados, cree que la vida es significativamente mejor y más segura que lo que fue antes del tsunami.
“Mis amigos son mi familia ahora”, dice Mawardah, al final de una clase de una hora de boxeo y se alista para que su hermana la regrese a casa en motoneta.
“Quiero ser una mujer fuerte. Después de graduarme quiero estudiar en Estados Unidos y conseguir un trabajo como de periodista. Creo que mi futuro será prometedor”, concluye con una risa llena de confianza.