“La mirada de este niño me conmovió”, dice el doctor Ahmed al-Masri. “No sé por qué, pero en cuanto me miró, empecé a llorar”.
Habían pasado más de 30 horas desde el devastador terremoto del lunes y estaba agotado.
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Él y otro médico estaban tratando a decenas de heridos que eran llevados a su hospital en Afrin, una ciudad en el noroeste de Siria controlada por la oposición.
Entonces llegó Mohammed Agid, de 7 años, que había sido desenterrado de entre los escombros de su casa derrumbada.
Los equipos de rescate lo encontraron tendido al lado del cadáver de su padre, que había muerto aplastado junto con su madre y sus hermanos.
“Por la forma en que el niño nos miraba, sentí que confiaba en nosotros, que sabía que ahora estaba en buenas manos”, dice Masri en una llamada de Zoom.
“Pero también sentí que tenía mucha fuerza, como si estuviera aguantando el dolor de sus heridas. ¿Qué hace que un niño de siete años sea tan fuerte y resistente?”.
El Dr. Masri es cirujano residente en el Hospital Al-Shifa, que cuenta con el apoyo de la Sociedad Médica Sirio Americana (SAMS), una organización benéfica. Afirma que recibió a más de 200 pacientes inmediatamente después de la catástrofe.
Otro sobreviviente que trajeron los rescatistas era un bebé de 18 meses.
Masri lo examinó y comprobó que estaba bien. Pero entonces se dio cuenta de que sus padres no estaban con él.
“De repente, vi a su padre correr hacia él y abrazarlo, sollozando y llorando”, cuenta.
“El padre me dijo que este niño era el único sobreviviente de su familia. El resto estaba tendida en el pasillo, muerta”.
El Dr. Masri asegura que el personal del hospital estaba atónito ante la magnitud de la catástrofe, con “oleadas” de pacientes que llegaban todos a la vez.
“Nunca imaginé que un terremoto pudiera causar tantos daños y provocar la llegada de tantos pacientes”.
Lamentablemente, está acostumbrado a lidiar con grandes incidentes.
En 2013, trabajaba en un hospital de campaña cuando se dispararon cohetes contra varios suburbios de la capital, Damasco, controlados por la oposición. Cientos de personas murieron y otras miles resultaron heridas.
“En aquel momento, estábamos formados y preparados como médicos para un suceso así”, afirma. “Fuimos capaces de organizarnos con rapidez. Pero en este escenario no estábamos preparados. Esta situación es mucho peor”.
Tras el terremoto del lunes, él y sus colegas en Afrin trataron con pacientes que parecían heridos leves.
“Eran heridas que crees que no son graves, pero luego a alguien hay que amputarle un miembro”, dice. “No tenemos capacidad en nuestros hospitales para responder a este tipo de catástrofes”.
“Lo peor es ser médico en estas circunstancias. Cuando eres incapaz de salvar o aliviar el dolor de alguien, eso es lo peor que puedes sentir”.
Mientras trataba a los pacientes, Masri tuvo que lidiar también con el hecho de no saber si su propia familia se encontraba a salvo, porque tanto el suministro eléctrico como internet estaban cortados.
Sus padres y hermanos viven a solo unos cuantos metros del hospital, pero su esposa y sus hijos están al otro lado de la frontera, en la ciudad de Gaziantep, al sur de Turquía, cercana al epicentro.
“La peor sensación que puedes tener durante estas crisis es no saber si tu familia y tus seres queridos están bien”.
“Mirábamos a los pacientes con dos ojos: uno para evaluar sus heridas y otro para ver si se trataba de un familiar o no”.
Un suspiro de alivio llegó cuando su hermano corrió al hospital para asegurarle que su familia estaba a salvo. Después, consiguió descansar brevemente en el hospital.
“Cuando dormía, me desplomaba”, dice. “Hubo momentos en los que necesité que alguien me sostuviera para poder seguir trabajando”.
El Dr. Masri consiguió salir del trabajo y desayunar con su familia. Espera poder viajar a Gaziantep para ver a su esposa y sus hijos.
Dice que también fue a ver a Mohammed al día siguiente y le preguntó al niño de siete años si le reconocía.
“Sí, usted es el médico que me salvó la vida”, respondió Mohammed.
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