“Yo expropiaba bancos, no robaba. Robar es robar a un pobre. El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Es un honor robar a un banco”.
Para Lucio Urtubia, el hombre que un día puso contra las cuerdas al mayor banco del mundo con una imprenta como arma de guerra, el robo era un “gesto revolucionario, siempre y cuando lo hagamos para hacer el bien colectivo y no solo para uno mismo”.
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Como buen anarquista, la frontera del debate entre lo legal y lo moral era, para Lucio Urtubia, muy permeable.
Albañil de mañana y falsificador de noche, casi analfabeto, revolucionario y rebelde hasta el final de sus días, atracador, presunto secuestrador y contrabandista, Lucio Urtubia fue uno de los hombres más buscados en los años 80.
En gran parte debido al que fuera su mayor golpe: junto a una red de decenas de personas dirigida por él logró falsificar tantos cheques de viaje (traveller’s cheque) del First National City Bank (hoy Citibank), que era entonces uno de los mayores bancos del mundo.
No está claro cuánto dinero llegó a estafar. Según su propio relato, fueron al menos US$20 millones, que —aseguraba— se destinaron a financiar guerrillas en América Latina y en Europa, como los Tupamaros uruguayos o los Montoneros argentinos.
La leyenda cuenta que sus falsificaciones ayudaron a escapar a Eldridge Cleaver, líder de los Panteras Negras, o que participó en el intento de secuestro del nazi Klaus Barbie en Bolivia. Y él mismo aseguraba que llegó a discutir estrategias con el Che Guevara.
Entre la persona y el personaje, el mito y la historia, la vida de Lucio Urtubia parece sacada de un guión de cine.
De hecho, la extraordinaria historia de este particular “Robin Hood” anarquista se ha convertido en una novela gráfica, “El tesoro de Lucio”, de Mikel Santos Belatz, y ha sido llevada al cine en dos ocasiones: el documental “Lucio” (2007), y la ficción “Un hombre de acción” (2022), esta última, paradójicamente para un hombre que vivió toda su vida luchando contra el capitalismo, producida por una gran corporación estadounidense: Netflix.
“Cuando presentamos la película la gente nos preguntaba si era un falso documental, no se lo podían creer”, recuerda Aitor Arregi, uno de los directores de “Lucio”.
“El ocultamiento, la falsificación y el espíritu de supervivencia están en la esencia de su historia”, explica a BBC Mundo el cineasta, “y eso es fascinante, cómo pudo un hombre con poca educación pero tremendamente inteligente, muy institivo, estar involucrado en tantas hisotrias sin apenas pisar la cárcel”.
Lucio Urtubia Jiménez nació en el pueblo navarro de Cascante en 1931, en el seno de una familia muy humilde. Ya desde niño, según recordaba en su autobiografía “Mi utopía vivida” (Editorial Txlaparta), “yo no respetaba nada de todo lo prohibido. Si quería y necesitaba algo, hacía lo oportuno por obtenerlo”.
Con otros niños, por ejemplo, robaba las monedas que algunos creyentes ricos echaban a San Antonio en la iglesia de su pueblo, embadurnando de barro una caña para introducirla por las rendijas y lograr que se quedaran pegadas. Hurtaba aceitunas o frutas, lo que fuera necesario para sobrevivir.
Del robo pasó al contrabando en la frontera franco-española. Con su hermano pasaban tabaco, coñac Martell o medicamentos a España cruzando el río Luzaide, y mandaban a Francia alcoholes o palomas para servir en los restaurantes.
Cuando le tocó hacer el servicio militar y tuvo acceso al almacén del cuartel, una nueva dimensión se abrió ante él: las botas, las camisas, los relojes o el material de precisión que se guardaba allí salía escondido en cubos de basura. Pero los militares descubrieron el saqueo y él, que se encontraba de permiso cuando se enteraron, huyó a Francia. La alternativa habría sido la cárcel o el fusilamiento.
Aterrizó en París sin hablar una palabra de francés.
“No sabía nada de nada, ni lavarme las manos. Así llegué yo a París en 1954, con una mano delante y otra detrás”.
Pero empezó a trabajar pronto en una empresa de construcción y este oficio, la albañilería, lo mantuvo toda su vida. “El ser humano es lo que es por lo que hace. Por eso mi salvación siempre fue el trabajo, sin el cual uno no es nada”, decía.
El trabajo también fue el mejor camuflaje para su vida clandestina: quién iba a pensar que un modesto albañil, sin educación alguna, pudiera estar detrás de aquellas sofisticadas falsificaciones.
París era entonces un refugio para miles de comunistas, anarquistas, socialistas y disidentes españoles.
Pero Lucio, que apenas sabía leer, no tenía ninguna formación política. Según cuenta en sus memorias, un día un compañero le preguntó: “¿Pero tú qué política tienes? ¿Qué eres?”. Él respondió que comunista, porque pensaba que todo opositor al fascismo tenía esa ideología. Los compañeros se echaron a reír y le soltaron: “¡Qué coño vas a ser comunista, tú eres anarquista!”.
Esa palabra, que solo había oído pronunciar una vez a su padre cuando, muy enfadado, dijo que “si volviese a nacer, sería anarquista”, entró en su vida y ya le acompañó como una segunda piel: “Entonces empezó para mí la verdadera escuela, la verdadera libertad”.
Se apuntó a unos cursos de francés de las Juventudes Libertarias y empezó a frecuentar el local de la CNT en la rue Sainte-Marthe, por donde pasó el nobel Albert Camus, “gran amigo de los anarquistas españoles”, el fundador del surrealismo, André Breton, y donde pudo escuchar a Georges Brassens o a Jacques Brel.
La educación que le habían negado las escuelas franquistas, contó él, se abría ante sí de la mano de grupos de teatro que representaban obras de Federico García Lorca, o recitaban a Machado o a Miguel Hernández.
Llegó el día, sin embargo, en el que el secretario de la CNT, Germinal García, le pidió un favor: “Sabemos que tienes un pisito y nos ha llegado un amigo clandestinamente. Si puedes ayudarnos durante un poco de tiempo, hasta encontrarle algo y solucionar sus papeles”.
El amigo resultó ser Quico Sabaté, máxima figura de la guerrilla urbana antifranquista en Cataluña y posiblemente entonces uno de los hombres más buscados en España. Lucio quedó fascinado con él, se convirtió, según cuenta Bernard Thomas en su obra “Lucio. El anarquista irreductible”, “en su dios, su maestro del anarquismo”.
Lucio no solo escondió a “El Quico”. Cuando este entró en prisión para cumplir una pena de seis meses, le pidió que le guardara unas “herramientas”: una metralleta Thompson y una pistola.
Con estas “herramientas” y dos batas de tendero, Lucio cuenta que asaltó con un amigo su primer banco, en el boulevard Magenta de París.
Ellos lo llamarían una “expropiación”.
Lucio ganaba por entonces 50 francos (menos de US$8,5) a la semana deslomándose en la obra. En 16 minutos se encontró con millones. Tras ese primer atraco hubo muchos más, pero Lucio nunca dejó de trabajar en la construcción. El dinero se destinaba, según él, a causas revolucionarias.
Pero las “expropiaciones”, aunque le resultaron sencillas en una época en la que no había cámaras de seguridad, nunca le gustaron porque temía que alguien acabara herido. “Yo cuando iba a expropiar un banco me orinaba en el pantalón”, contó en numerosas entrevistas sin rastro de rubor.
Cambió entonces la Thompson por la imprenta, la gran arma de los anarquistas.
Con la ayuda de varios amigos impresores empezaron a falsificar documentos de identidad, pasaportes y carnés de conducir españoles. Servían para ayudar a exiliados y disidentes. “Gracias a ellos, se podían alquilar coches, que se devolvían o no, pisos, abrir cuentas bancarias, viajar, pagar, no pagar... Con ellos se nos abrían las puertas de los lugares que nos estaban cerrados”, contó en su autobiografía.
Y de los documentos, pasaron a la moneda.
A manos de Lucio llegaron unas falsificaciones de dólares estadounidenses de muy buena calidad.
“El dólar era más fácil de falsificar que ciertos trabajos que hemos hecho nosotros. Lo más difícil, a nivel de la moneda, es el papel”, reconocía él mismo en el documental “Lucio”, de Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga.
Pero si ellos no tenían los medios para acceder a ese material, ¿quién mejor que un país para falsificar moneda?
Lucio cuenta que tuvo entonces una idea descabellada: consiguió que le presentaran a la embajadora cubana en París, y esta hizo lo necesario para que el albañil pudiera encontrarse con el Che Guevara en el aeropuerto parisino de Orly, donde iba a hacer escala.
Como otros episodios de la vida de Urtubia, el supuesto encuentro con el Che, que él contó en numerosas entrevistas y que corroboró el exgerrillero cubano Dariel Alarcón “Benigno”, quien luchó bajo las órdenes del argentino, es difícil de probar.
Para los anarquistas, comunistas y demás anticapitalistas, la Revolución cubana había sido una inspiración. Según el historiador Óscar Freán Hernández, catedrático de Historia contemporánea de España en la universidad francesa Lyon 2 y especializado en el anarcosindicalismo español, parece factible que las organizaciones y movimientos clandestinos que existían en esa época estuvieran en contacto con la diplomacia cubana, donde se situaba en esa época el foco revolucionario. “Si realmente encontró al Che o no... eso no lo sabemos”, reconoce.
Lucio estaba entusiasmado, y su plan, según contó, era simple: que Cuba imprimiera millones de dólares para inundar el mercado y devaluar la moneda estadounidense. Él proporcionaría las placas.
Según su testimonio, Ernesto “Che” Guevara era por entonces ministro de Economía de Cuba y supuestamente no lo vio claro.
Lucio quedó decepcionado.
Pero tampoco quiso arriesgarse a falsificar moneda por su cuenta, ya que las penas de cárcel por este delito eran muy altas, pudiendo llegar a los 20 años de prisión.
“Como es bien sabido, el miedo guarda la viña, por eso optamos por fabricar los 'travellers cheques'. La pena era mucho menor: cinco años”, confiesa en su autobiografía.
El navarro agarró un tren con destino a Bruselas para comprar en un banco allí 30.000 francos en cheques de viaje del First National City Bank.
Aunque no fue fácil, lograron falsificar los cheques y fabricar, según él, 8.000 hojas de 25 cheques de 100 dólares. En total: unos US$20 millones que diferentes equipos cambiaban en sucursales bancarias por dinero contante y sonante.
Las 30 células, de dos personas, se coordinaban para colocar los cheques a la misma hora en distintas ciudades europeas. De esta forma, se aseguraban de que la numeración de los documentos no estaba registrada en la lista de cheques robados o sospechosos.
“Esa es una de las grandes cuestiones, cuánto dinero movía y ese dinero adónde fue”, se pregunta el historiador Óscar Freán Hernández, quien descarta que lo utilizara para enriquecerse.
Según relató Urtubia y su entorno, el dinero conseguido financió a una larga lista de guerrillas y grupos armados que se consideraban de izquierdas en América Latina y Europa, como los Tupamaros en Uruguay, Acción Directa en Francia o ETA en España.
Pero por su propia naturaleza clandestina, por la falta de fuentes policiales, muchas de las cuales aún no son accesibles para los historiadores, y porque se trataba de un mundo en el que “había pocos documentos escritos, lógicamente por cuestión de seguridad, porque estaban cometiendo acciones ilegales y tampoco podían dejar pistas”, explica Freán Hernández, apenas existe documentación para corroborar sus palabras sobre el destino de los fondos.
Aunque Lucio aseguraba que odiaba la violencia y que había dejado de hacer “expropiaciones” por el riesgo de que alguien acabara herido o muerto, no puso ninguna objeción moral a que parte de ese dinero supuestamente llegara, por ejemplo, a ETA.
Urtubia lo justificaba, como hizo en una entrevista en el programa de televisión español “Salvados” en 2015, con una aversión a España por las injusticias que había vivido y presenciado durante su infancia y adolescencia en su pueblo: “yo odiaba España y Navarra porque yo no había vivido más que horrores. Y eso me hacía ser solidario con la gente que luchaba”.
Pero la gallina de los huevos de oro empezó a flaquear.
Los “travellers cheques” falsos comenzaron a aparecer por todas partes. El First National City Bank dejó de aceptarlos, generando caos y conmoción entre aquellos que habían comprado cheques y que ahora no podían recuperar su dinero.
El albañil recibió entonces una oferta de un amigo: había encontrado un comprador que pagaría el 30% del valor de los cheques. De esta forma evitaban el riesgo que suponía ir a cambiarlos a las sucursales.
Era una trampa.
Lucio Urtubia fue detenido en junio de 1980 por la policía en el famoso café parisino de “Les Deux Magots” y fue enviado a la cárcel.
Uno de sus abogados defensores fue Roland Dumas, que más tarde sería ministro de Exteriores de Francia. “Comprendí al momento que el dinero no era para él, que se trataba de una empresa política, algo loca, podríamos decir, para fabricar travellers cheques, ponerlos en circulación con el fin de desestabilizar el régimen”, relata en el documental “Lucio”.
Por aquella época, Dumas mantenía relaciones diplomáticas con España y pidió ayuda a Lucio para contactar al entorno de ETA, que había secuestrado al diputado español Javier Rupérez. Fue liberado a los 31 días. Cuando la organización armada secuestró a los cónsules de Austria, El Salvador y Uruguay en 1981 en España, Dumas volvió a llamar a Lucio.
El navarro pasó casi seis meses encarcelado mientras se instruía el caso. Pero la policía no lograba encontrar las planchas de impresión y, mientras estas estuvieran en manos de los falsificadores, se seguirían imprimiendo cheques y el problema seguiría ahí.
Desesperado, dicen los abogados, el banco decidió negociar.
Según Thierry Fagart, otro de sus abogados, fue el reputado magistrado progresista Louis Joinet, que entonces era asesor del primer ministro francés y que había conocido a Urtubia, quien convenció a los abogados del banco para que negociaran.
“Les dijo a los abogados de First National City Bankque pensaba que, desde el punto de vista francés, era un asunto perjudicial que tenía que parar, que no podía seguir así, que aún metiendo a mucha gente en prisión, el tráfico (de cheques) había continuado y que quizás la solución pasase por una negociación entre Citibank y el abogado de Lucio Urtubia, a quien todo el mundo consideraba que era el jefe de todo ese asunto”, asegura Fagart en “Lucio”.
La misma entidad a la que Lucio y su grupo habían robado millones de dólares accedió a retirar los cargos contra él, según Fagart, a cambio de las planchas, que estaban escondidas en una consigna de la estación de Austerlitz, en París.
El intercambio se realizó, según relata el abogado en el documental, en la habitación de un hotel de los Campos Elíseos, donde había quedado en encontrarse con un delegado del banco: “Fue increíble, era como en una película de policías”. Fagart asegura que cuando el banco verificó el material, el entregó un maletín con “una cantidad importante de dinero” que era parte del trato.
Según Lucio, se trataba de unos 40 millones de francos (más de US$6 millones), tras lo que fue puesto en libertad. Insistió siempre en que no se quedó con el dinero.
El banco no respondió a los intentos de la BBC de conocer su versión de los hechos.
Lucio tenía entonces casi 50 años. Era hora de retirarse de la vida clandestina y dedicarse a la familia y al trabajo que nunca abandonó en su barrio parisino de Belleville, la albañilería.
“Hay cosas que nunca vamos a saber y hay que asumirlo”, reconoce el historiador Freán Hernández. “Pero lo más interesante, quizás, sería saber en qué momento esa figura del hombre inmigrante, sin conciencia política, que llega a Francia y empieza a conocer la ideología anarquista, se convierte en activista y lleva a cabo una serie de acciones, en qué momento esa persona empieza a convertirse una especie de héroe mitificado”.
Murió en 2020 y en numerosas entrevistas aseguró que, en realidad, nunca dejó de delinquir: “Ni yo mismo me creo lo que he vivido”.
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