Hace tres años Luxemburgo declaró la gratuidad de todo su transporte público para intentar reducir el tráfico y la contaminación. Sin embargo, el auto sigue siendo el rey en este pequeño y congestionado país europeo. Si el tráfico lo permite, apenas se tarda una hora en cruzar el país de norte a sur, desde Wieswampach, cerca de las fronteras con Alemania y Bélgica, hasta Dudelange, tocando a Francia.
Con estas dimensiones, este rico país de 650.000 habitantes parecía un lugar perfecto para un atrevido experimento: hacer gratuita toda la red pública de trenes, tranvías y ómnibus. Pero incluso sin tener carreteras de larga distancia, Luxemburgo presenta uno de los mayores índices de posesión de automóviles en la Unión Europea, con 681 automóviles por cada 1000 habitantes, solo por detrás de Polonia.
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A estos hay que sumar las decenas de miles de vehículos de trabajadores transfonterizos que entran a diario en el país y los de conductores de largas distancias que hacen parada en el Gran Ducado aprovechando el bajo costo del combustible.
“A menudo digo que los alemanes construyen autos y los luxemburgueses los compran”, bromea el viceprimer ministro François Bausch, encargado de Transporte y Obras Públicas.
Tres años después de hacer gratuito el transporte, hay pocos indicios de que los luxemburgueses hayan abandonado sus autos para tomar el tranvía, aunque Bausch asegura ver una reducción del tráfico en la capital. Las autoridades luxemburguesas no brindaron cifras sobre un posible aumento del uso del transporte público desde la entrada en vigor de la gratuidad.
Cultura del automóvil
“La cultura del auto es realmente dominante y sigue siendo complicado atraer conductores al transporte público”, afirma el experto de movilidad Merlin Gillard, del instituto de investigación LISER.
Como el resto de la Unión Europea, Luxemburgo intenta convertirse en una economía neutral en carbono adoptando tecnología verde en el transporte, la energía, la industria y las granjas. El gobierno del primer ministro Xavier Bettel, una coalición de liberales, socialistas y ecologistas, se jacta de invertir 800 millones de euros anuales (870 millones de dólares) en transporte público. De hecho, el país dispone de la red de tranvía proporcionalmente mejor financiada de Europa, con un costo de 500 euros (544 dólares) al año por habitante.
“Es el país que invierte más en Europa”, admite Gillard. “Pero Luxemburgo viene de muy atrás. Estamos compensando una inversión que ha sido muy baja durante años”, agrega.
En la capital homónima de Luxemburgo, un moderno centro de servicios financieros erigido alrededor del histórico casco antiguo a orillas del río Alzette, los transeúntes aprecian los cambios. La estación central está en un proceso de renovación, un funicular ultramoderno une la ciudad alta con la orilla del río y se han creado carriles para ómnibus y tranvías. Y lo más importante y único en Europa: toda la red es gratuita. Este es el principal motivo que tiene en cuenta Edgar Bisenius, propietario de un negocio de servicios financieros, para decantarse entre el auto y el bus. “Y que es muy positivo para el medioambiente”, dice.
El profesor de francés Ben Dratwicki se mueve por la ciudad en bicicleta para sus asuntos personales, pero toma el funicular y el tren para ir a trabajar a una escuela 20 kilómetros al norte de la ciudad. “El transporte es un derecho básico para los residentes”, asegura. “Si tenemos derecho a trabajar, también deberíamos tener el derecho a que nos lleven al trabajo sin pagar más de la cuenta”, expone. Sin embargo, este maestro es una minoría en el país, donde los atascos de tránsito suelen bloquear las calles principales cada día en hora pico.
Trabajadores transfronterizos
Parte de esto se explica por los alrededor de los 220.000 trabajadores transfronterizos, vitales para la economía luxemburguesa, que llegan a diario de los países vecinos para gozar de salarios más altos a costa de un desplazamiento más largo.
Los trenes y ómnibus que pueden tomar en Francia, Bélgica o Alemania no son gratuitos hasta que llegan a Luxemburgo, con lo que muchos siguen usando sus automóviles. El viceprimer ministro Bausch quiere solucionarlo con la construcción de estacionamientos en la frontera francesa y el aumento de la frecuencia de los trenes desde allí. Pero expertos como Gillard son escépticos y creen que el problema es inherente a la economía luxemburguesa.
Según él, los trabajadores franceses no pueden permitirse comprar o alquilar una vivienda en ese pequeño país, pero acaban gastando gran parte del dinero ahorrado en el congestionado y contaminante desplazamiento a su puesto de trabajo.
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