Como en una carrera contrarreloj, una treintena de campesinos de México se apresuran a 'piscar' tomates en un caluroso invernadero de San Quintín (noroeste). Se agachan, arrancan varias piezas a la vez, tragan tierra y hacen equilibrios para cargar a hombros cubetas de 20 kg.Seguir a @Mundo_ECpe !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
“¡El diez!”, “¡Veinticuatro!”, “¡El cinco!”, se esfuerzan en gritar cada vez que vacían una cubeta estos hombres y mujeres de entre 16 y 60 años, usando el número que les identifica en este rancho.Unos 30.000 campesinos se rebelaron en marzo en este valle semidesértico de Baja California denunciando las condiciones de explotación en las que trabajan -similares a las que viven unos dos millones de jornaleros en México- pero su extrema precariedad económica les impide mantenerse en paro mientras negocian con patrones y gobierno.Su incentivo para deslomarse diariamente desde las seis de la mañana durante al menos nueve horas, y a veces hasta 14, bajo un sol de justicia no es otro que conseguir los míseros pesos que la empresa les da por cada cubeta extra llena.Deben recolectar al menos 700 kg de tomates para recibir un salario diario de 120 pesos (7,8 dólares) pero, para que el sudor y el madrugón merezcan un poco más la pena, hay quienes por 16 dólares llegan a hacerse solos 3 toneladas diarias, la carga de una camioneta entera que se venderá por al menos 2.000 dólares a un comercializador en Estados Unidos.
Toda una fortuna comparado con lo que gana un 'piscador' de fresas que, en un mal día, puede llegar a casa con apenas dos dólares en el bolsillo.
ANALFABETOS CRIADOS EN EL CAMPO“Así es la vida de uno. Tiene uno que trabajar para comer, no puede uno tener nada, pero así estamos acostumbrados ya desde los 14 o 15 años”, dice Paulino José, un anciano de manos agrietadas del estado de Oaxaca (sur) que, a sus 72 años, no ve cómo jubilarse pese a que ya fue relegado a tareas menos duras.Paulino José representa a muchos campesinos que en los años 80 emigraron desde los empobrecidos e indígenas Oaxaca y Guerrero (sur) seducidos por la “tierra prometida” de San Quintín, una prominente zona agrícola donde hoy trabajan unos 80.000 jornaleros y que exporta casi todas sus apreciadas fresas, frutos rojos y tomates a Estados Unidos.Una tierra polvorienta en la que muchos se criaron, malviven, pelean por su escasa agua y de la que pocos pueden escapar.“¿A dónde voy a ir a trabajar yo? Si apenas sé cómo me llamo. Es más, si me dicen, 'escribe tu nombre' no lo sé ni escribir. ¿Se imagina? Aquí somos como unos animales, no sabemos nada”, se lamenta María, una jornalera que creció en los campos, donde conoció a su marido y tuvo a tres niños que a menudo deben quedarse solos en casa.Laborando por días, a menudo migrando por temporadas, sin contrato ni seguridad social, precarias condiciones sanitarias y casi siempre bajo órdenes de un productor abusivo, la dureza del trabajo campesino no es exclusiva del valle de San Quintín pero estuvo prácticamente silenciada en los últimos años hasta que esa zona elevó su voz contra la explotación.BATALLA POR EL SALARIO JUSTOPor ahora, los campesinos bajacalifornianos apenas han conseguido un aumento salarial del 15% y los productores de la zona parecen reticentes a nuevos incrementos.“Hay que hacer los análisis. A lo mejor no es lo justo que debería ser, pero no es decirle al trabajador: 'Sí, te pago 300 pesos'. ¿Para qué, si el día de mañana le voy a decir que se vaya, con todo y su familia?”, argumenta Luis Rodríguez, encargado de relaciones públicas del rancho Los Pinos, el mayor de San Quintín.En este rancho de tomates y pepinos, como en otros, vive un millar de familias en un campamento gratuito con baños y cocinas compartidos y precarios dormitorios privados de menos de 10 metros cuadrados para grupos de hasta dos adultos y cinco hijos.Aunque en San Quintín el trabajo infantil está casi erradicado, la ONG Tlachinollan, basada en Guerrero, ha reportado la muerte de 31 menores de entre 8 y 17 años que trabajaban en campos de México desde 2007 y también abusos sexuales a jornaleras por parte de encargados del campo. La subsistencia en algunos campamentos de las llamadas “tiendas de raya”, donde los patrones venden a crédito y mayor precio productos básicos con los que después se ata a los jornaleros, también es considerada una lacra por los defensores de los campesinos. “Es una esclavitud moderna, los tienen atrapados”, estima Antonieta Barrón, autora de varios informes sobre jornaleros de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). “Se pueden ir, escaparse y no los persiguen, pero el patrón dispone como quiere de esa fuerza de trabajo y no hay quien proteste”.
Fuente: AFP