“Colombia nunca ha tenido un presidente de izquierda”.
Esta es una de las frases más comunes en la campaña para las elecciones presidenciales de este 29 de mayo.
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La razón es que un candidato de izquierda, Gustavo Petro Urrego, es el favorito en todas las encuestas.
Colombia tuvo mandatarios progresistas en el pasado, pero nunca ha sido presidente un político de origen popular, sin el apoyo de los partidos tradicionales ligados al establecimiento y con una agenda económica crítica del modelo capitalista mantenido hace décadas.
Y Petro, un tímido exguerillero que creció en pequeños pueblos, encarna mucho de eso.
Colombia nunca estuvo dirigido por revolucionarios como México o Bolivia, o por movimientos populares como el peronismo en Argentina, o por un socialista como Salvador Allende en Chile.
Los políticos reformistas de izquierda que estuvieron cerca de llegar al poder fueron asesinados. Sus magnicidios desataron olas de violencia.
Aunque el país ha tenido por décadas la democracia y la economía más estables de América Latina, una porción cada vez más grande de la población ha desarrollado una antipatía feroz hacia la clase gobernante. La culpan por los repetitivos conflictos armados y por una de las sociedades más desiguales del mundo.
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Tras dos estallidos sociales en 2019 y 2021, una pandemia que exacerbó la pobreza y la desigualdad y un gobierno de derecha que registra los números de desaprobación más altos de la historia reciente, esa población harta y crítica parece empoderada. Y la izquierda podría aprovecharlo.
¿Qué fue lo que pasó para que hasta ahora en Colombia haya sido tan difícil llegar al poder con una agenda de izquierda?
Hagamos, primero, un breve repaso por la historia de la izquierda.
Aunque en un siglo XIX lleno de guerras civiles hubo expresiones socialistas, solo hasta la década de 1930 se puede hablar de movimientos sociales con una agenda de izquierda, argumenta Mauricio Archila, un historiador experto en el tema.
La llamada “Masacre de las Bananeras”, ocurrida durante una huelga de trabajadores de la estadounidense United Fruit Company en 1928, fue un antecedente de lo que vendría después.
Dentro de la estructura bipartidista tradicional, el Partido Liberal —opositor al Conservador— representó las demandas asociadas a la izquierda. Pero la distancia entre sus bases y su dirigencia, miembros de la aristocracia urbana, casi siempre impidió consolidar propuestas genuinamente populares.
En los 30 y 40 gobernó el presidente más progresista que ha tenido el país: Alfonso López Pumarejo, un linajudo bogotano del Partido Liberal que abrió espacio para los sindicatos y la educación pública y sentó las bases para una reforma agraria.
Su proyecto, inspirado en el New Deal estadounidense tras la crisis financiera de 1929, se llamaba la Revolución en Marcha. Pero la revolución quedó pendiente.
La derecha reaccionó rápido, el Partido Liberal se dividió y al final primó la preocupación por la propiedad privada, el auge comunista y el miedo de un “salto al vacío”.
En ese contexto se da el primer pico de violencia. Los campesinos eran perseguidos por crueles grupos paramilitares llamados “los pájaros”.
Durante los 40, en el vecindario aparecieron figuras populares como Juan Domingo Perón en Argentina y Getulio Vargas en Brasil. En Colombia surgió Jorge Eliécer Gaitán, un carismático orador hijo de una profesora y un librero que creció dentro del Partido Liberal, siempre con la etiqueta de disidente.
El 9 de abril de 1948, cuando un arrollador movimiento popular lo conducía a la presidencia, fue asesinadp, aún no se sabe por quién, y se desató otra ola de violencia.
Una situación caótica que fue remediada con un pacto de alternancia del poder entre los dos partidos tradicionales firmado, en 1958, en una ciudad turística española. Se llamó el Frente Nacional, trajo cierta estabilidad y excluyó del sistema a cualquier movimiento ajeno al establecimiento.
En pleno auge de la revolución cubana, miles de colombianos tomaron las armas en contra de lo que consideraban una “dictadura perfecta”. Surgieron seis guerrillas, pero ninguna logró derrocar el poder establecido.
Algunas entregaron las armas y crearon partidos políticos, pero sus líderes y militantes fueron perseguidos y asesinados. El caso que más se cita, catalogado de “genocidio”, es el de la Unión Patriota: 5.733 militantes fueron asesinados entre 1984 y 2016, según cifras oficiales. Entre ellos, dos candidatos presidenciales: Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa.
El Frente Nacional se acabó en los 70, pero sus lógicas se mantuvieron y los gobiernos subsiguientes no hicieron cambios drásticos con el objetivo de mantener la calma política y económica.
Hubo proyectos democratizadores como la Constitución de 1991 y se firmaron diferentes procesos de paz con las guerrillas que abrieron el espectro político. También llegó al poder en 2002 un outsiderprovenientede la élite rural, Álvaro Uribe, que rompió el bipartidismo.
Pero, en la práctica, la clase gobernante no sufrió cambios drásticos. De hecho, se derechizó aún más.
Entre 1995 y 2012, un nuevo pico de violencia impidió hablar de reformas. Los presidentes se elegían por su postura ante la guerra y los movimientos sindicalistas, campesinos y estudiantiles siguieron perseguidos. Se extravió, si es que antes la hubo, cualquier agenda progresista.
Desde 2005, la izquierda democrática ha ido creando una estructura ajena al Partido Liberal, que lleva décadas apoyando a la derecha. Petro, figura clave de ese proceso, es el resultado de dos décadas de trabajo.
Una primera razón que explica la crisis incesante de la izquierda colombiana es que tener una agenda progresista en plena guerra de guerrillas es, cuando menos, una inmensa desventaja.
Tras la caída de la Unión Soviética en 1989 y la consolidación del capitalismo como modelo gobernante, todas las izquierdas de la región sufrieron un golpe de prestigio.
Paro a la izquierda colombiana se le añade que en este país, a diferencia de otros en la región, la insurgencia siguió viva —y sigue— por muchos años. Y su creciente cercanía con el narcotráfico desde los años 90 y los simbólicos atentados que dejaron miles de civiles muertos fueron mermando su popularidad.
El M19, al que perteneció Petro y se desmovilizó en 1989, logró 12 y 30% de los votos en las dos elecciones siguientes (su candidato presidencial en 1990, Carlos Pizarro, fue asesinado), mientras que las FARC, que firmaron la paz en 2016, no pasan del 1% de apoyo electoral.
“Los pliegos de peticiones de las guerrillas bien podrían ser la plataforma de un partido o de un sindicato, pero al estar revestidos de las armas, radicalizaron el modo y le quitaron legitimidad a esa agenda”, explica Gonzalo Sánchez, historiador experto en conflicto.
“En un país tan cerrado, toda demanda democrática se volvió subversiva”, añade.
La guerra de guerrillas no solo afectó el discurso y la reputación de la izquierda política, sino su conformación misma, que nunca estuvo exenta de divisiones y dogmatismos.
Una segunda causa de la debilidad de la izquierda es, según los expertos, el poder de la derecha.
Desde el siglo XIX, el establecimiento conservador gozó de una estructura política y social, anclada en el clientelismo, que le permitió seguir al mando.
“La influencia de la Iglesia en el Estado y el sistema educativo, unas Fuerzas Armadas sin autonomía y sin renovación y dependientes de los partidos tradicionales y un sistema electoral que favorecía el abstencionismo generaron una matriz autoritaria que se mantuvo en el poder sin mucho contrapeso”, dice la historiadora María Emma Wills.
Entre 1949 y 1991, el Estado de Sitio, un mecanismo constitucional que daba poderes extraordinarios al presidente, estuvo en vigor un total de 30 años en diferentes periodos. Es decir, el 70% del tiempo.
El temor a la llamada amenaza comunista —tan peligrosa para el principal aliado de Colombia, Estados Unidos— se tradujo en decretos y regímenes penales que restringieron derechos sociales y políticos a los movimientos de izquierda, señala Wills en varios trabajos académicos.
Pero el Estado también incurrió en prácticas ilegales para detener a la insurgencia y, por defecto, a cualquier corriente de izquierda.
Decenas de investigaciones, incluidas algunas elaboradas por el Estado, han probado que el paramilitarismo, el movimiento armado que más muertos dejó durante el conflicto, surgió en parte gracias a su alianza con élites regionales y militares.
Leopoldo Fergusson, un economista que estudia el conflicto, encontró que la victoria de líderes izquierda en elecciones locales entre 1988 y 2014 generaron, estadísticamente, un aumento de la violencia paramilitar en esas regiones.
“Es una reacción de las élites tradicionales para compensar el aumento del acceso de outsiders al poder político formal”, argumenta el economista.
La abstención en Colombia siempre ha sido alta. Hay millones de personas que, por décadas, se han rehusado a participar del sistema electoral.
Por eso se dice que la democracia colombiana es un “orangután de sacoleva”, un monstruo elegante, vestido con chaqué. El sacerdote y defensor de los derechos humanos Javier Giraldo va más allá y la denomina una “democracia genocida”.
Sin embargo, la clase gobernante suele jactarse de tener una de las democracias más estables de la región. Porque, así como no hubo revoluciones ni socialismos, tampoco hubo regímenes autoritarios que coartaran el voto.
Los colombianos que votaron casi siempre eligieron las opciones conocidas del establecimiento.
Eso se debe, según los expertos, a que la cultura colombiana fue, al menos hasta finales del siglo XX, muy conservadora.
Lo atribuyen a tres cosas: una economía cautelosa sin grandes saltos de consumo, crecimiento o apertura; la influencia de la Iglesia en la educación y el Estado, que solo se declaró laico hasta 1991; y la ausencia de migración externa.
“Colombia se modernizó y se abrió al mundo demasiado tarde y eso permitió que la matriz autoritaria tuviera un efecto enorme sobre la cultura”, dice Wills.
En el mar de informalidad que es el mercado laboral colombiano, unido a la estructura oligárquica del poder, la única forma de ascender socialmente, dice Sánchez, fue a través de la ilegalidad.
“Si antes la única forma de ascender socialmente en Colombia era casándose con alguien de la oligarquía, durante los últimos 40 años fue la violencia y el narcotráfico lo que permitió tener acceso a una vida más cosmopolita”, dice el historiador.
Todo lo anterior, sin embargo, ha ido cambiando. Las regiones se articularon entre sí, el país se conectó con el mundo —en parte por la emigración heredada de la violencia— y los acuerdos de paz abrieron un nuevo abanico de preocupaciones en temas sociales y culturales.
Además, durante los últimos 20 años la izquierda ha logrado, de manera lenta y tortuosa, unificarse y crear cierta base electoral.
Gustavo Petro, desde su paso por el Congreso hasta ahora, ha sido uno de los principales artífices de esta reconstrucción electoral. Ahora es favorito para ser presidente.
La historia hace que muchos incluso piensen en la posibilidad de un nuevo magnicidio o un golpe de Estado. Otros creen que han pasado muchos años: que Colombia, el país donde nunca gobernó la izquierda, ha cambiado.
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