El reloj de Noelia Tabilo se detuvo la noche del 24 de octubre de 2018, cuando un incendio consumió hasta el último rincón de su habitación.
El gas emanado de los cables eléctricos quemados la aturdió por completo, quedando inconsciente y atrapada entre las llamas.
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Tres meses después del accidente, la diseñadora industrial chilena despertó en un hospital en la ciudad de Santiago con el 70% de su cuerpo y el 40% de sus vías respiratorias totalmente quemadas.
Su proceso de rehabilitación —le cuenta a BBC Mundo— es una “linda historia”. Este es su testimonio en primera persona.
Recuerdo que había llegado temprano a la casa de mis papás, con quienes vivía, porque al otro día tenía una presentación muy importante ante la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) de Chile.
Como nunca, me fui a acostar temprano. Me despedí de mi mamá y me dirigí a mi habitación que quedaba apartada, entre el patio de la casa y el negocio de mi papá, una carnicería.
Dejé todo listo, hasta la ropa que me iba a poner al otro día. Me dormí y no desperté hasta tres meses después.
Apagón cerebral
Yo tenía un enchufe malo hace como tres meses. Sabía perfecto como arreglarlo pero nunca lo hice. Esa noche, dejé enchufado el cargador de mi celular.
Después, los peritos me dijeron que eso fue lo que claramente hizo una sobrecarga al circuito que ya estaba dañado.
Me explicaron que mi apagón cerebral fue muy rápido porque, al igual como la gente se aturde con la inhalación de gas, en el caso de los incendios eléctricos los cables generan un humo tóxico, más tóxico que el gas.
Así que no supe del incendio, no supe nada. Si me hubiese muerto, era la muerte ideal. Sin traumas, sin agonía.
Se calcula que la primera chispa partió a eso de las 23:30 horas y ahí empezó a agarrar de a poco. Mi habitación era parafina pura: además de la ropa, yo tenía muchos materiales guardados como pintura y resina.
Mi mamá se dio cuenta varias horas después, como a las 3:30 de la mañana, cuando vio un poco de luz en mi pieza.
Pensó que yo me había quedado dormida con la luz prendida. Entonces fue hasta mi habitación, tocó la puerta y se dio cuenta que estaba caliente. La empujó y vio que estaba literalmente en llamas.
“¡Hay un incendio, la niña se está quemando!”, le gritó a mi papá.
“Si su hija está en esa pieza, está calcinada”
Sacaron inmediatamente los extintores que estaban en la carnicería de mi papá e intentaron apagar el fuego mientras llamaban a los bomberos.
Los bomberos se demoraron más de cuatro horas en apagar el incendio. Ellos les dijeron a mis papás: “Si su hija está en esa pieza, ya no está viva, está calcinada. Entre el fuego, el agua y los químicos... nadie sobrevive a eso”.
Mi mamá igual gritaba mi nombre, intentando buscarme. Los vecinos también. Existía la teoría de que yo me había dado cuenta y había logrado escapar.
Cuando controlaron el incendio, mi papá pensó: “Si mi hija está ahí, aunque esté calcinada, la quiero sacar igual”.
Se mojó y entró. Calculó más o menos dónde estaba la cama y me encontró a un lado, como si yo me hubiese resbalado.
Me dijo que yo era entre hueso, ropa y como una gelatina que escurría; una masa. No tenía pulso.
Cuando me sacó de la habitación, un policía empezó a hacerme reanimación. Apenas empecé a reaccionar, él cortó una manguera de la casa e improvisó un sistema de respiración.
Los bomberos llamaron a la ambulancia. Cuando los paramédicos llegaron, me tuvieron que estabilizar porque a un quemado le echan muchos fluidos en el cuerpo para nivelar su sistema.
Luego, partimos a la Posta Central (Hospital de Urgencia Asistencia Pública), a la unidad de quemados, que es la mejor que hay en América Latina.
Tuve la suerte que de las 8 camas que tiene esa unidad, quedaba una libre.
El destino dijo que sí.
“¿Sabes dónde estás?”
Para los quemados, las primeras 12 horas son las más graves, cuando corres riesgo vital. Y yo las pasé raspando.
Los médicos pensaban todo el tiempo que me iba a morir. Tuve múltiples paros respiratorios y, como se me quemó el brazo derecho completo, las piernas y el cuello, tenía pocas venas que aguantaran la cantidad de fluidos que me tenían que inyectar.
Además tenía hipotermia, estaba muy inestable.
Tras pasar 3 meses con riesgo vital diario y en coma inconsciente, decidieron retirarme el respirador. Y desperté.
Al primero que vi fue a Emilio, el kinesiólogo menos empático que podía haber (se ríe).
Él me dijo: “Bueno, ¿sabes dónde estás? Estás en la Posta Central, estás quemada, estás pelada, no puedes hablar, no te puedes mover y no lo intentes. Te quemaste en un incendio en tu casa”.
Yo no entendía nada. Todavía tenía grabado el discurso que tenía que hacer ante la Corfo. Quería saber la hora, tenía que estar allá, estaba atrasada.
Luego, pensé fue en mis papás, necesitaba saber dónde estaban. Miraba para los lados, buscándolos, y lo único que veía era otras momias peladas, como yo. Hasta que en la puerta vi a mi mamá. Y ahí me puse a llorar.
Emilio me decía “No llores, tienes las heridas vivas, te puede doler”.
Mi mamá entró llorando también y yo lo único que quería era saber qué pasó.
“Esto depende de ti”
Una semana después de despertar, me dio un paro respiratorio.
Sentía que no me entraba oxígeno. Intentaba hacerles gestos a las enfermeras pero no me entendían. Y de repente un kinesiólogo vio que tenía los labios azules y que no estaba oxigenando casi nada.
Ahí me desmayé y me desperté con una máscara gigante en mi cara, con masajes de reanimación constantes y una doctora que me gritaba: “¡No te quedes dormida! ¡Despierta, respira! ¡Si te entubamos vas a entrar en coma y quizás cuándo vas a despertar! ¡Esto depende de ti!”.
Y ahí entendí que todo esto dependía de mí.
El que yo volviera a respirar, a caminar, a hacer mi vida, no dependía de nadie más que de mí.
Cómo fue la primera vez que me miré al espejo
Otras de las batallas fue la psicológica.
Algunos quemados, cuando se ven por primera vez, se asustan.
La psicóloga me iba a ver todos los días para contarme un poco del accidente, de cómo fue mi proceso.
Un día me preguntó si me quería mirar al espejo. Y le dije que sí. Si ya sé lo que se viene, pensé. Quería verlo para ya procesarlo de una vez.
Entonces, me llevó un espejo, yo me vi la cara y pensé: efectivamente estoy pelada, estoy roja entera pero al menos tengo cejas y pestañas. Y para mí eso fue increíble.
En la unidad de quemados, me había tocado una señora al frente que tenía los párpados cerrados, sin cejas ni pestañas; no era cara. Y yo me imaginé que yo era algo así.
Pero no. Al menos podía expresarme.
Recuperación
No podía hablar. No podía moverme porque no tenía músculos ni fuerza. No podía levantar los brazos. No podía escribir. No podía ni toser.
Pero de a poco, mi cuerpo empezó a recuperarse. Y empezó a recordar cómo se hacían las cosas.
Me ponía pequeños objetivos diarios. Recuerdo cuando logré aplaudir, estaba súper feliz, porque por lo menos podía hacer un sonido para llamar la atención de una enfermera.
Los doctores me decían que tenía que intentar tomar conciencia de que esto era de largo aliento.
Yo trataba de controlar mi ansiedad pero la frustración nunca fue mi tema. Estaba enfocada en que todos los días superaba algunas cosas, como agarrar la cuchara con la mano izquierda para comer. No me importaba estar 4 o 5 horas intentando, pero lo hacía.
Y sabía que todos los días, trabajando de a poquito, iba a lograr mis objetivos. Así que me trazaba mis metas, mis rutas de aprendizaje.
No había logrado caminar hasta que un día uno de los doctores me dijo: “Vamos a tratar de caminar”.
Me puso en las paralelas y caminé. Lo logré. Fue la mejor sensación del mundo.
Ahí me explicaron que mi piel iba a ir cediendo de a poco porque es como un elástico, es como una costra grande. Si yo no la trabajo, se pone rígida y pierdo movilidad.
Además, en la cara me hicieron un tratamiento con corticoides y láser. Yo tenía la cara literalmente derretida. Y hoy la tengo totalmente distinta.
Lo único que me falta es mi nariz que me la tuvieron que amputar. Y ese es un hito que quiero lograr.
Quiero tener mi nariz porque me hace falta. No por algo estético sino por una cuestión de salud. Porque yo, al no tener nariz, tengo el acceso directo a mis pulmones.
El primer invierno lo pasé fatal, tuve neumonía, pulmonía. Nunca había dimensionado lo importante que es la punta de la nariz: los bellos nasales son la barrera de defensa a tus pulmones, lo que le da humedad a tu respiración.
Duelo social
Mi proceso de rehabilitación es una linda historia.
Funcionalmente, hoy día estoy al 100%. Camino, puedo trotar, mis manos las manejo al revés y al derecho.
Creo que todas las cosas pasan por algo. Quizás me tenía que pasar un accidente así para darme cuenta que yo tenía que parar la máquina y valorar lo que tengo a nivel de familia.
Dedicarle calidad de tiempo a mi sobrino, estar más con mis papás, compartir con ellos.
Tuve que vivir un duelo social. Pero fue contenido y trabajado con la psicóloga.
Ella me dijo: “Al principio todo el mundo te va a querer ver, por motivos sentimentales o por morbo. Pero después la gente vuelve a su cotidianeidad. Y hay gente que va a desaparecer de tu vida”.
Porque ¿quién quiere ver a alguien derretido, quién quiere acarrear con esa mochila?
Yo tenía un círculo de amigos con los que me juntaba todos los fines de semana. Y ese grupo desapareció en un 100%.
Mi gran conclusión es que los grandes quemados somos los fantasmas del sistema. Tanto a nivel de salud como de la sociedad.
Es gente que se salva, que se recupera, pero muy pocas veces logran volver a insertarse en la sociedad y menos insertarse laboralmente.
Son solitarios, les cuesta abrirse, no se sienten entendidos. Yo quiero que se sientan parte de una comunidad.
La gente rechaza mucho visualmente a los quemados. Y uno puede entender el rechazo de un niño pero el de un adulto es complejo. Y no todos tienen la misma resiliencia o fuerza que yo.
Yo soy la excepción. Y quiero abrir la puerta para que los otros quemados se reintegren.
Mi vida es como antes y mejor. Porque yo no perdí nada, nada que no se pueda recuperar. Yo solo perdí cosas materiales. Tengo mi cerebro intacto, recuperé mi movilidad, mi trabajo, tengo amigos y nuevos amigos. Y es mejor aún porque tengo otra perspectiva.
Amo mis cicatrices. El trabajo de joyería que hicieron con mi piel muestra lo hermosa que es la medicina.
Por eso me gusta mostrarlas; ya son parte de mí.
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