La principal tragedia de Venezuela no es solo haber pasado de un autoritarismo competitivo a una franca dictadura, ni vivir una carestía que ha generado un éxodo masivo de ciudadanos. Más que hambre y las largas colas, los venezolanos sufren un encierro en su propio laberinto.
Con una oposición incoherente que –tras ganar las elecciones legislativas en el 2015– no llegó a un acuerdo sobre la salida a ofrecer al régimen, y que pese a ello congregó a decenas de miles en repudio al Gobierno en el 2017, la población ha perdido la esperanza. El ausentismo del domingo no refleja el boicot que pretendía parte de la oposición, sino el hartazgo ciudadano.
Y si nos pusiéramos en los zapatos del venezolano de a pie, ¿qué podríamos haberle aconsejado?
Abstenerse de postular, como lo hizo la mayoría de la oposición, significaba no acatar unas elecciones de por sí ilegales. Participar sería avalar la ilegitimidad de un régimen que ya cooptó los poderes del Estado.
En este laberinto, Henri Falcón –ex hombre de confianza de Hugo Chávez– se presentó aduciendo que no hacerlo sería perder la oportunidad de un cambio pacífico. Este consiste quizá en dejarle una vía de escape a Maduro y sus secuaces, que tendrían que encontrar un país amigo que los acoja a ellos con sus jugosas cuentas bancarias. Ofertas no le han de faltar: Rusia, por ejemplo.
Quienes viven en el exilio apelan a la solución más incoherente: aplicar sanciones económicas. En dictadura las sanciones solo castigan a los ciudadanos, pero no a los gobernantes, que aprovechan para eternizarse en el poder so pretexto del enemigo externo. En Cuba o Corea del Norte, el embargo económico mantiene a los sátrapas con buena salud.