Repite la estrofa mientras abre los brazos y se balancea. “Únanse al baileeeee, de los que sooooobran”, el nuevo himno de una Chile que se siente prisionera. “...de los que sobran”. Flaco, cabello descuidado, voz gastada. El mendigo a la salida de la estación Universidad Católica del Metro sonríe al tiempo que pide unos cuantos pesos para comer. Tralalalaaaaa…
A pocos metros, una mujer ha extendido sobre la acera su mercadería. Para ganar algunas monedas extras, el nacionalismo siempre rinde dividendos. Flamean las banderas de azul, blanco y rojo, con la estrella blanca de la república. Y también las de franjas azul, verde y rojo, con un cultrún o tambor, el orgullo de la nación mapuche. Otra mujer que vende gaseosas y piqueos al paso cuenta que hay un polvillo permanente en el ambiente y que de cuando en cuando le fastidian los ojos. Se respira un picor que evoca los gases lacrimógenos de horas atrás, mientras un hombre con sus dos hijas apura el paso: ellas llevan mascarillas; él, solo prisa.
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A pocas decenas de metros se encuentra la plaza Baquedano, a la que todos llaman Italia. El epicentro de las protestas políticas y sociales que desde el 18 de octubre han hecho retumbar a Chile. La estación Baquedano del Metro, la más cercana, ha sido cerrada. La violencia de los disturbios arrasó con ella. Ochenta de las 136 paradas que completan la red están afectadas. En Los Héroes, por ejemplo, únicamente se permite el descenso de pasajeros para realizar conexiones. En otros casos, como en la estación San Miguel, solo se habilita por horas o días uno de los cuatro puntos de acceso desde la calle. En algunos carteles, tiras de esparadrapo cubren los nombres de los puntos inhabilitados: Baquedano, Santa Lucía, San Pablo, Departamental, Parque Almagro… Al interior de los vagones, los conductores recuerdan a los usuarios las terminales inoperativas y que no deben comprar a ambulantes ni donar dinero a músicos.
LAS PAREDES HABLAN
Cuando se visita Santiago, es imposible no transitar por La Alameda, la coloquial forma para denominar la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, la principal columna vial de la ciudad con sus 7,7 km de largo. La atraviesa cual arteria. Hoy, es difícil encontrar en ella alguna pared, algún establecimiento comercial, alguna casa que no se haya convertido en un lienzo cargado con lemas de protesta.
Las pintas están a la vista, se han convertido en el nuevo paisaje urbano y son incontables las personas que se detienen para retratarlas. Las hay de todo tipo: desde durísimas críticas al presidente Sebastián Piñera hasta insultos y amenazas a los ‘pacos’ (carabineros). Desde invitaciones a dejar de pagar impuestos (“¡evade!”) hasta llamados a la dignidad y la necesidad de luchar. Hay cierta carga poética en algunos de los escritos y no poca dosis de reivindicación (“somos los nietos de los obreros que no pudiste matar”, “somos los de abajo y vamos por los de arriba”). De esta andanada tampoco se salvan los templos. Sin ir a más, los muros de la iglesia de San Francisco, la más antigua del país (su construcción terminó en 1613), está empapelado y pintarrajeado. Se adivina en cada frase la rabia por ese estigma legado por Fernando Karadima y los casos de abusos sexuales dentro del clero.
En las vías aledañas a La Alameda, el panorama es similar: afiches, locales públicos cerrados y gremios anunciando en pancartas que se suman al disgusto. Planchas de metal y de madera cubren los ventanales de los establecimientos, y bancos y farmacias apenas atienden con una puerta abierta en medio de improvisadas fortificaciones. “Pasaje residencial. Estamos con el pueblo. Cuídanos”, se lee en un pliego de cartón. “Soy pyme. No destruyas nuestro progreso”, reza otro. “Somos edificio residencial. Tercera edad”, implora uno más. El temor a los saqueos está enraizado. En tanto, chicos y chicas se concentran en la Plaza de Armas e inician entre pitos y coros una marcha en reclamo por mejoras en la salud. Cuadras más allá, en la plaza Vicuña Mackenna, una muchacha látigo en mano arrea a dos jóvenes de terno, pelucas blancas y chalecos amarillos con la inscripción “diputados”, mientras tres indigentes suspenden por unos segundos el baño que toman en plena pileta para verlos pasar con curiosidad.
DÍAS DE POCAS HORAS
Las furias están acumuladas en Chile, pero también las tristezas. Se percibe en las conversaciones, en los quiebres de la cotidianidad. El tráfico en Santiago, un habitual ejemplo de orden y respeto por las reglas, se ha vuelto caótico por largas horas, empezando porque hay 148 semáforos sin funcionar, según la Unidad Operativa de Control de Tránsito de la Región Metropolitana. A esto se añade que las horas punta se han acumulado debido a que las personas salen más temprano para ir a trabajar y hacen lo propio para volver a sus hogares. “Santiago empieza a morir a las tres de la tarde”, sentencia Francisco, trabajador de un hotel. “Conozco a mi pueblo y esto tiene para meses. Me gustaría decir que todo va a estar bien, pero no es así”, añade Mauricio, otro empleado.
Y razones no les faltan: los servicios de atención están restringidos, los teatros ofrecen una única función pasada la hora del almuerzo y decenas de shows han sido cancelados. Es más, alrededor de 40 municipios ya han anunciado que no habrá espectáculos pirotécnicos para darle la bienvenida al año 2020. Los malls atienden a medias y cierran antes, las casas de cambio abren por escasas horas y los restaurantes a veces sí, a veces no. La noche se ha vuelto un riesgo para mucha gente y la evitan. Los buses van más llenos, los taxistas operan como colectivos, y en los paraderos los pasajeros se avisan entre ellos si alguna línea ha dejado de operar. Eso sí, cientos han optado por movilizarse en bicicletas, scooters y patines en un ejercicio forzoso de estoicismo.
La paradoja es que en la mayoría de ciudadanos existe la convicción de que es necesario el cambio. Se anhela una reforma profunda. Todos lo dicen. Pero donde se extiende el derecho a la protesta también surgen los encontrones con otros derechos. Acaso esta escena lo puede sintetizar mejor: son cerca de las 5 de la tarde y en plena avenida Providencia, la continuación de la Bernardo O’Higgins, una decena de jóvenes ha encendido una “fogata” con cartones, cajas y maderos; carabineros se acercan, pero solo empujan con las botas los objetos que arden para que no ocupen toda la pista y se marchan; de pronto, el trabajador de una tienda cercana saca un extintor y apaga las llamas. Un muchacho lo insulta. “Sácate la careta”, le exige el hombre señalándole la pañoleta que oculta su rostro. “Estás armado”, le replica el joven mientras lo filma con su celular. El trabajador deja el extintor en el piso y lanza el desafío: “Ya está. Dialoguemos”. Pero pronto todos los jóvenes lo rodean y opta por retirarse. “¡Sal de tu burbuja!”, le recrimina una muchacha mientras sus compañeros reavivan las llamas.
EL OCASO
En la plaza Italia los manifestantes celebran y expresan sus reclamos con energía. Del césped y las flores que antes adornaban este céntrico espacio queda muy poco, en vez se transpira una primavera de convicciones. Nada de eso se aprecia en detalle desde lo más alto del Sky Costanera, gigante de 62 pisos y 300 metros de elevación, el rascacielos más babélico de Sudamérica. Son las 8 y 30 de la noche y el sol recién se pone. Desde allí arriba, se ven unas columnas de humo que circundan la plaza símbolo del estallido social; aparecen, se disipan y vuelven a formarse. Es de adivinar que ya se reanudaron los enfrentamientos con carabineros y que sobrevuelan las bombas de gases.
Al extremo opuesto, en el lado oriental de la ciudad, el barrio financiero reluce la belleza de sus edificios y su parsimonia: es la Sanhattan de las postales. El último ascensor espera, todo debe cerrar dos horas antes de lo habitual, y el crepúsculo se queda sin espectadores. Desde 1920, el escudo chileno acoge el lema “por la razón o la fuerza”. Acaso así se puede describir al conmocionado Chile de hoy, aunque sea de desear que al final impere la fuerza de la razón.