Se escucharon tres chasquidos secos, rápidamente seguidos de otros tres. La autopista se vació. Dos viejos se agacharon detrás de una barda. Un taxi viró a toda prisa hacia una calle lateral. Una madre empujó a su bebé descalzo al interior de la casa.
El francotirador, un matón de la MS-13 con una camiseta sin mangas y gorra de béisbol negra, se quedó parado en la esquina sin prisa alguna, a plena luz del día; era la única persona que quedaba en esa zona comercial. Guardó el arma en la cintura de su pantalón y observó cómo el barrio temblaba de terror.
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Bryan, Reinaldo y Franklin se escabulleron hacia el terreno de un vecino, espantando a las gallinas. Entre susurros de pánico, intercambiaron opiniones sobre el tiroteo, el tercero en menos de una semana. Apenas unos días antes, un niño había sido baleado en un ataque similar. Bryan, de 19 años, se preguntó cómo podrían responder a los ataques, si es que era posible, los pocos hombres jóvenes que todavía vivían en el barrio.
La Mara Salvatrucha, la pandilla conocida como MS-13, ahora venía por él y por sus amigos casi todos los días. Saqueaban casas, ponían espías y los acechaban con silbidos al anochecer, como un constante recordatorio de que el enemigo estaba justo a la vuelta de la esquina, dispuesto a atacarlos cuando quisiera.
No había manera de evadir esa amenaza. El barrio, un terreno de calles sin pavimentar apenas del tamaño de unos cuantos campos de fútbol, estaba rodeado por todos los flancos.
Hacia el este, más allá del restaurante de comida china donde los tres amigos a veces se agasajaban con arroz frito, la MS-13 estaba planeando tomar el control del área. Al sur, después de una casa que fue convertida en una iglesia evangélica, la pandilla de la Calle 18, o Barrio 18, planeaba lo mismo. En el este y el oeste la situación no era mejor; allí también había pandillas.
A decir verdad, el barrio donde Bryan y sus amigos crecieron no se diferenciaba mucho de aquellos que ya eran controlados por la MS-13 y otras pandillas. Todos compartían los mismos rasgos: las viejas casas de concreto, los carritos de comida que ofrecen pollo frito y tortillas además de los obreros que al amanecer salen presurosos hacia sus trabajos y esperan los autobuses en las esquinas ajetreadas.
Pero para Franklin, cuya familia vive ahí desde hace varias generaciones y quien estaba esperando la llegada de su primer hijo, el barrio era todo su mundo. Reinaldo y Bryan se sentían igual.
Solo les quedaban malas alternativas: quedarse y luchar, abandonar sus hogares y tratar de irse a otra parte, tal vez a Estados Unidos, o rendirse y esperar que alguna de las pandillas invasoras se compadeciera de ellos.
Los tres fueron miembros de Calle 18, pero se hastiaron de la frecuencia de los asesinatos, las extorsiones y los robos, en especial los que cometían contra sus vecinos, la gente que los había conocido toda la vida. En busca de redención, se unieron y finalmente echaron a la pandilla del barrio; prometieron que nunca más la dejarían entrar.
Ahora, ya no solo los estaban cazando sus ex camaradas de la pandilla, sino también los de la MS-13, que querían ese territorio. Así fue como los jóvenes redoblaron fuerzas para protegerse y volvieron a transformarse en lo que más odiaban: una pandilla.
“Las fronteras nos rodean como una horca”, comentó Bryan, quien estaba en un patio con los demás miembros de su pandilla, la Casa Blanca. “No queremos pandillas aquí y por eso vivimos en un conflicto constante”.
Reinaldo, de 22 años, vigilaba la calle para monitorear cualquier movimiento. “Mucha gente me pregunta por qué estamos peleando por este pequeño pedazo de tierra”, dijo Reinaldo. “Yo les digo que no estoy luchando por este territorio. Estoy peleando por mi vida”.
Desde el 2018 hasta principios del 2019, The New York Times siguió a los jóvenes de Casa Blanca en este pequeño rincón de San Pedro Sula, una de las ciudades más peligrosas del mundo, mientras trataban de mantener a raya a las pandillas.
Los tiroteos, los operativos armados y las súplicas de último minuto para detener el derramamiento de sangre eran parte del hilo conductor de sus historias. La pandilla MS-13 quería el territorio para vender drogas. Los otros pandilleros lo querían para extorsionar y robar. Sin embargo, los miembros de Casa Blanca habían prometido nunca volver a dejar que su barrio fuese víctima de eso. Y morirían por ello, de ser necesario.
Casi nadie intentaba detener la guerra que se avecinaba: ni la policía ni el gobierno ni tampoco los mismos jóvenes. El único que estaba a favor de la paz era un pastor de medio tiempo que predicaba al aire libre porque no tenía iglesia y recorría el barrio en un destartalado vehículo amarillo, arriesgando la vida para calmar a las facciones en guerra.
“No estoy a favor de ninguna pandilla”, dijo el pastor, Daniel Pacheco, apresurándose hacia el terreno donde los jóvenes de Casa Blanca estaban reunidos. “Estoy a favor de la vida”.
La lucha para proteger ese barrio —unas cuatro manzanas de casas de concreto, lotes baldíos con maleza y unas cuantas tiendas que venden papas fritas y refrescos— simboliza la violencia que atrapa y expulsa a millones de personas en toda América Latina.
Desde el inicio de este siglo, más de 2,5 millones de personas han sido asesinadas como parte de la crisis de homicidios que aqueja a América Latina y el Caribe, según el Instituto Igarapé, un grupo de investigación que analiza la violencia en todo el mundo.
La región solo representa el ocho por ciento de la población global; sin embargo, ahí se produce el 38 por ciento de los homicidios de todo el mundo. En esta región se encuentran diecisiete de los veinte países con las mayores tasas de muertes violentas del planeta.
Además, en tan solo siete países latinoamericanos —Brasil, Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala, México y Venezuela— la violencia ha cobrado las vidas de más personas que las guerras en Afganistán, Irak, Siria y Yemen juntas.
La mayoría de las urbes más peligrosas está en Latinoamérica
Se muestran las 50 ciudades con las tasas de homicidio más altas del mundo, así como otras urbes prominentes a modo de comparación, todas con poblaciones de por lo menos 250.000 personas. Los datos de tasas promedio de homicidio son de 2016 a 2018 o los más recientes disponibles.Fuentes: Instituto Igarapé y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.Por Allison McCann
La violencia resulta todavía más sorprendente porque casi todas las brutales guerras civiles y dictaduras militares que en el pasado dominaron a Latinoamérica ya han terminado (hace décadas, en muchos casos). Gran parte de la región ha avanzado arduamente, a menudo con mucho éxito, por el camino hacia la democracia. No obstante, los asesinatos continúan alcanzando números asombrosos.
Se producen de varias maneras: muertes por exceso de fuerza a manos de los estrictos cuerpos de seguridad del Estado; feminicidios por violencia doméstica que son consecuencia de la desigualdad de género, y las víctimas mortales que produce el incesante tráfico de drogas y armas con Estados Unidos.
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Casi todos los asesinatos se ven amparados por un clima de impunidad que, en algunos países, deja más del 95 por ciento de los homicidios sin resolver. Además, el Estado avala el fenómeno pues los gobiernos penetrados por la corrupción son incapaces o simplemente no tienen la voluntad política para defender el Estado de derecho, lo cual permite que las redes criminales determinen las vidas de millones de personas.
Para las masas que huyen de la violencia y la pobreza en Centroamérica, Estados Unidos es tanto una causa como una solución, lo ven como un país que genera innumerables males pero también es la oportunidad de escapar de esa situación.
Frustrado con el flujo de migrantes que hacen el trayecto hacia el norte, el presidente Donald Trump ha prometido recortar la ayuda a las naciones más violentas de América Central, con lo que está en riesgo el envío de centenares de millones de dólares destinados a abordar las causas que ocasionan el éxodo.
No obstante, los miembros supervivientes de Casa Blanca, que alguna vez fueron decenas, no quieren huir como han hecho decenas de miles de compatriotas. Tienen empleos que conservar, niños que alimentar, familias, vecinos y seres queridos que quieren proteger. “Solo hay una forma de terminar con esto”, comentó Reinaldo. “O nos matan o los matamos”.
“La próxima vez, me van a matar”
Los hombres entraron en silencio, y levantaron la delgada cortina de la puerta principal de la casa de Fanny con los cañones de sus AK-47.
Ella dejó escapar un chillido de miedo, mientras los hombres inspeccionaban su casa con los rifles de asalto al hombro. Después del tiroteo del día anterior, los pistoleros de la MS-13 vieron que Bryan, Reinaldo y Franklin corrieron hacia el patio trasero de la casa de Fanny, uno de los pocos sitios donde se sentían seguros.
Ahora era de noche y Fanny estaba sola. Los hombres recorrieron por última vez el patio, buscando a los miembros de Casa Blanca, luego se fueron tan repentinamente como habían llegado. Su silencio hacía que el mensaje fuera más aterrador: los sujetos entraron y salieron como les dio la gana.
Fanny, madre soltera de tres hijos, era como una madre sustituta para los miembros de Casa Blanca. Los conocía desde la infancia, ellos defendieron a su hijo de los abusadores en la escuela. Y, cuando crecieron, su casa se convirtió en refugio, en un lugar donde escapar de sus hogares disfuncionales.
Por su cercanía con los jóvenes, Fanny se convirtió en un blanco de la MS-13. Temblando de miedo, llamó a su primo, el pastor Pacheco. “La próxima vez, me van a matar, lo sé”, le dijo al pastor.
Fanny era muy respetada en las pocas manzanas que controlaba Casa Blanca, pero no tenía ninguna influencia más allá del barrio, que era la zona de donde venía el pastor. El hombre conocía a los líderes de todas las pandillas.
Tenía una pequeña barriga y una cara grande que todo el tiempo parecía estar a punto de sonreír. Era ministro evangélico y los domingos daba sermones al aire libre en medio del calor sofocante y trabajaba en la construcción para llegar a fin de mes.
Pero en el 2014, una niña de 13 años del barrio fue secuestrada por los pandilleros. Sus padres tenían una pequeña tienda de abarrotes y no habían pagado la coima, el pago de extorsión que exigen los pandilleros. En represalia, secuestraron a la niña, la llevaron a una casa donde la violaron y la torturaron durante tres días, antes de matarla y enterrarla en el piso.
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“La gente vio cuando se la llevaron de la calle, pidiendo ayuda a gritos, y nadie hizo nada”, recordó Pacheco, mejor conocido como el pastor Danny. “Todos temían por sus vidas”.
La hija del pastor Danny tenía la misma edad que la niña. Abrumado, visitó la casa después de que la policía se fue de ahí. La tumba poco profunda todavía estaba abierta, era un agujero pequeño en el centro de la sala, que habían excavado en el piso de tierra. Comenzó a llenarla con ambas manos.
“Hice una promesa en ese lugar”, dijo. “Que iba a hacer algo”.
Han pasado cuatro años, y todavía guarda los recortes de periódico del asesinato para no olvidar su promesa.
La mayoría de los días, iba y venía por las calles rústicas en su coche amarillo, un vehículo reconocido por las pandillas. Más de una vez había intervenido cuando la policía golpeaba a los pandilleros o se había interpuesto entre pandilleros rivales que estaban a punto de matarse entre sí.
Odiaba al gobierno, la brutalidad arbitraria de la policía y la corrupción endémica que habían motivado a tantos hondureños a irse del país en caravanas hacia Estados Unidos. Aunque admitía que los asesinatos estaban disminuyendo en su país, los problemas subyacentes persistían.
Ahora, con la vida de Fanny en riesgo, lo tomaba como algo personal. Conocía a muchos de los miembros de Casa Blanca y entendía el dilema en el que se encontraban. Tampoco quería que las pandillas controlaran el barrio.
Pero era realista, prácticamente no había manera de mantenerlos fuera. La MS-13 había expresado sus intenciones de manera clara. Estaba avanzando por amplias franjas de San Pedro Sula, usando su supremacía en miembros, fuerte organización y crueldad para avasallar a grupos más pequeños y menos sofisticados.
Como él lo veía, le había llegado el turno a Casa Blanca: la invasión estaba cerca y era inminente.
Los miembros de Casa Blanca, que estaban saliendo de la adolescencia y entrando en la veintena, eran menos de una decena en total. Algunos estaban muertos y otros en prisión. Los que quedaban eran los menos experimentados en los enfrentamientos de pandillas. Unos cuantos apenas eran lo suficientemente mayores para rasurarse.
Bryan trabajaba turnos de doce horas en una fábrica y comenzaba su día a las 05:30 a. m. Para evitar emboscadas, se escabullía todas las mañanas y solo volvía hasta la noche. Casi no dormía. En el trabajo se mantenía despierto gracias a una combinación de miedo y dulces.
Se podría decir que era el que tenía menos por qué pelear, vivía solo en un apartamento de una recámara y estaba alejado de su madre. Solo sabía de ella cada dos semanas, cuando le pagaban.“No es como otras madres”, trataba de explicar, avergonzado.
Al igual que el pastor Danny, Franklin, de 19 años, trabajaba en la construcción, cuando había oportunidad. Tenía la misma novia desde hacía tiempo y quería alejarse de la violencia porque ella estaba embarazada. Pero tenía un hermano que no compartía sus sueños. Cuando llegara la hora, dijo, su hermano moriría luchando.
Reinaldo era el más callado del grupo. Cuando los demás alardeaban sobre sus hazañas, él solo se reía y nunca participaba. Rara vez alzaba la voz y en ocasiones era tierno, como cuando alzaba en brazos al hijo menor de Fanny para abrazarlo cuando su madre lo regañaba por tomar de la calle los cartuchos vacíos de las balas para sacudirlos como dados.
Reinaldo quería una vía para salir de la violencia más que ningún otro, pero se rehusaba a abandonar a sus amigos y al barrio. Al igual que muchos otros, no podía imaginarse en otra parte. Sus expectativas, así como sus movimientos, estaban confinados a ese lugar.
Si a Casa Blanca le quedaba algún líder, ese era Javi, quien tenía poco más de veinte años y era casi esquelético y el más violento por naturaleza. Tenía una cicatriz entretejida en el rostro, que iba desde la mejilla derecha hasta la garganta, cortesía de una pandilla que lo había secuestrado el año anterior. Todo mundo lo llamaba el Macheteado.
En noviembre, Javi se había ido a Guatemala para empezar de cero. Ahora había regresado. “No puedo irme de este lugar”, explicó. “Es mi hogar. No voy a huir”.
Al igual que las legiones de jóvenes víctimas de la epidemia de homicidios de la región, todos se sentían atrapados en un ciclo que no podían romper. Aunque trataron de escapar de la violencia –desertando juntos de las pandillas– lo que habían conseguido era desatar más violencia.
El pastor Danny consideraba que era una buena señal que los pistoleros de la MS-13 no le hubieran hecho ningún daño físico a Fanny, pero la repentina escalada lo preocupaba. Habría más balas y más muertes, de eso estaba seguro. Bryan, Franklin y los demás ya no podían pasar ni una tarde tranquila en el patio trasero de Fanny. Ahora estaban marcados.
Sin embargo, el pastor estaba planeando algo en secreto, algo que sonaba como una locura diplomática. Quería servir como intermediario para una reunión entre los miembros de Casa Blanca y la MS-13, la pandilla que amenazaba con matarlos.
“La vida era buena”
Anner estaba de pie en la puerta de su casa con el torso desnudo, viendo a su hija jugar a las luchas con un perro pequeño. “Esto va a estar difícil”, le advirtió al pastor. “Estos tipos han perdido mucho como para rendirse así nomás”.
Anner, de 26 años, era un hombre de trabajo. Almacenaba alimentos en una tienda, orgulloso de la pequeña casa y motocicleta que su empleo le permitía tener. Había crecido con los de Casa Blanca. No era miembro del grupo, pero dos de sus cuñados, entre los que se encontraba Franklin, lo eran.
El pastor sabía que necesitaba a Anner para que lo ayudara a convencer a los miembros de Casa Blanca de que la paz era la única salida. Los dos hombres se llevaron a Franklin al interior de la casa, donde el aire acondicionado funcionaba a la máxima potencia en una batalla perdida contra el calor. Anner necesitaba que el pastor entendiera a qué se enfrentaba, la historia feudal de Casa Blanca.
A principios de la década de 2000, le explicó al pastor, casi todos ellos eran pandilleros. El territorio le pertenecía a Barrio 18 y los miembros locales operaban desde una casa blanca, razón por la cual se habían puesto ese nombre.
Sin embargo, en 2016, una operación policiaca mandó a prisión a los líderes de la pandilla, dejando al barrio disponible para ser tomado. Una nueva pandilla quiso llenar el vacío de poder, y los lugareños, que todavía se hacían llamar Casa Blanca, se le unieron.
Pero esa pandilla fue igual de brutal y mezquina. Mataba a los residentes por no entregar los pagos de extorsión y les robaba incluso aunque pagaran. Los miembros de Casa Blanca estaban furiosos. La gente con la que habían crecido estaba sufriendo por su culpa.
Hartos, se rebelaron, buscaron ayuda de una facción de Barrio 18. Cuando meses después salieron victoriosos, se unieron de nuevo a Barrio 18.
No obstante, las amenazas, los robos y la violencia continuaron. Habían perdido miembros, y todo eso para qué, se preguntaba Anner, ¿simplemente para cambiar el abuso de una pandilla por los excesos de otra?
Así que se amotinaron de nuevo, y luego de varios meses de enfrentamientos sangrientos lograron echar a Barrio 18 de su territorio.
“Se convirtieron en un grupo antipandillas”, relató Anner. “La vida era buena. No más robos, no más extorsiones ni más violencia contra la gente que vivía en el barrio”.
“Y luego”, dijo, “llegó la policía”.
Durante el verano del 2017, la policía arrestó a media docena de miembros de Casa Blanca. Otros huyeron. Las filas quedaron diezmadas, dejando a los miembros con el perfil más bajo en la calle.“Ahora los jóvenes se quedaron solos”, dijo Anner.
Anner repasó la lista de sobrevivientes y contó cómo responderían al intento de la MS-13 de controlar su sector. Al hermano mayor de Franklin no le iba a gustar, dijo. Les había disparado a los pandilleros de la MS-13 en el pasado y se negaba incluso a sentarse con el pastor.
Franklin asintió y dijo: “Él dice que la única tregua que necesita es la que lleva en la cintura” e hizo el gesto de tener un arma en la mano. Otros podrían estar de acuerdo con una tregua, dijo Anner, pero los miembros más veteranos, cuando salieran de prisión, podrían violar cualquier acuerdo al que se hubiese llegado.
El pastor Danny comenzó a darse cuenta de en qué se estaba metiendo: Casa Blanca no tenía líderes y era impredecible, estaba a cargo de jóvenes cuyo instinto de conservación estaba en constante lucha con sus bravuconerías.
“Si algo no cambia, habrá una masacre para fin de año”, concluyó el pastor, impacientándose.
Anner resolló: “¿Fin de año? Más bien para el fin de la semana”.
En ese momento, se escuchó un fuerte estruendo, el sonido de una piedra que había golpeado el techo de Anner. El grupo salió de la casa a toda prisa. Franklin les hizo una seña para que no hablaran.
“La MS-13 está en la manzana”, susurró, señalando la calle.
La calle era larga y estrecha, se extendía más de 30 metros, como un campo de tiro. El pastor, preocupado porque los hombres armados de la MS-13 comenzaran a disparar, llamó a la policía.
La calle se vació, a excepción de una mujer de mediana edad que caminaba lentamente por la calle, sola. Después de que pasó, Anner hizo una seña de alivio. Era la hermana de uno de los líderes de la MS-13, muy probablemente una vigía, explicó Anner una vez que la mujer se fue.
“¿Es una vigía?”, preguntó el pastor Danny rápidamente, señalando calle abajo. “¿Esa mujer era una vigía?”. Estaba furioso de haber dejado escapar la oportunidad. De haberlo sabido, le dijo a Anner, se habría presentado, para aliviar la tensión. Como líder religioso, no sería visto como una amenaza, argumentó.
Los hombres esperaron en el porche de Anner, rezando porque los pandilleros que estaban más adelante no fueran a abrir fuego. Pasada media hora, el pastor corrió a su auto, pisando fuerte el acelerador al irse.
Cuando salía del barrio, llegó la policía. El pastor bajó la ventanilla del auto para informarles sobre lo ocurrido, sorprendido de que hubieran aparecido siquiera.
Pero antes de que pudiera decir algo, los oficiales le ordenaron bajar del vehículo. El pastor pensó que era una broma, hasta que el policía adoptó un tono más autoritario.
“Pero yo fui el que los llamó”, protestó el pastor Danny.
La policía hizo unas cuantas llamadas antes de dejar ir al pastor, quien estrujaba el volante mientras susurraba un insulto. “Y luego se preguntan por qué uno tiene que resolver sus problemas solo”, dijo.
“La última carta que me puedo jugar”
El pastor redujo la velocidad al entrar al nudo de calles sin pavimentar que separa a los pandilleros de la MS-13 de los de Casa Blanca. Encendió las luces intermitentes del vehículo, bajó las ventanillas y se detuvo después de una desolada estructura de bloques de cemento, donde las siluetas de los jóvenes se distinguían por el brillo de los cigarros encendidos.
Un hombre con tatuajes en los brazos y el cuello apareció en la ventanilla del auto del pastor. “¿Qué quieres?”, preguntó, dando un largo vistazo hacia un lado y otro de la calle. “Quiero ver a Samuel”, dijo el pastor. “Nos conocemos”.
Unas horas después de irse de la casa de Anner, el pastor había recibido una llamada alarmante. Motorizados armados estaban echando a familias de sus casas en el área de Casa Blanca, tomando el barrio por la fuerza. No podía esperar más.
El pastor Danny se dejó llevar por su habitual manera de actuar —la improvisación— y se apresuró a ir directamente al territorio de la MS-13, esperando ponerse a merced de Samuel, el líder en esa área, antes de que alguien muriera.
“Esta es la última carta que me puedo jugar”, dijo. El pastor examinó los terrenos baldíos y edificios desolados en busca de señales de vida, respirando profundamente para calmarse. Estaba acostumbrado a tomar riesgos, pero este era distinto, Samuel era una figura importante, no solo un soldado con un temperamento volátil. El pastor sabía que tan solo preguntar por él podría levantar sospechas y miedo, y los delincuentes asustados eran peligrosos.
El hombre tatuado retrocedió y nuevamente miró a ambos lados de la calle. Satisfecho, señaló una casa color durazno. “Checa ahí”, dijo.
El pastor pasó cerca de una esquina bien iluminada, donde dos mujeres estaban fumando con un hombre delgado de camisa y jeans. Era Samuel. El pastor pisó los frenos de golpe y saltó del auto, dejándolo en medio de la calle con la puerta abierta.
Samuel se disculpó de la conversación con las mujeres y apagó su cigarro a medio fumar. Parecía tener treinta y tantos, tenía el cabello corto y el comportamiento tranquilo de alguien acostumbrado a tener el control.
Caminó y abrazó al hombre mayor. “Pastor Danny, ¿cómo estás?”, le preguntó. “No muy bien, hermano”, dijo el pastor, titubeante. Solía tomarse su tiempo cuando iba a ver a alguien para pedirle ayuda, haciéndole saber poco a poco lo que quería. En el fondo, era más bien un actor.
Pero ahora, nervioso y algo asombrado de su buena fortuna por encontrar a Samuel, el pastor Danny fue directo al grano. “Tengo que pedirte un favor personal”, dijo. Samuel levantó las cejas y contestó como un político: “Si puedo hacerlo, lo haré”, dijo.
“Sé que ustedes están buscando ingresar al territorio de Casa Blanca”, continuó el pastor Danny. “Pero te vengo a pedir, te suplico, que no lo hagan con violencia. Por favor no maten a nadie”.
Samuel escuchó impasible, sin decir nada.
“No estoy a favor de ninguna pandilla”, continuó el pastor, llenando el silencio con su cantaleta de siempre. “Solo quiero proteger la vida y tengo una prima que vive ahí y me preocupa que ella y otros puedan salir heridos”.
En ese momento, Samuel lo interrumpió. “Ese territorio ya es nuestro”, dijo. “Ya es nuestro”.
El pastor no sabía si hablaba literalmente o en sentido figurado. La MS-13, aunque avanzaba rápido, todavía no se había apoderado del territorio. Eso lo sabía el pastor.
San Pedro Sula es una de las ciudades más peligrosas de Honduras. Decenas de miles de personas han huido de la violencia desatada por las pandillas en el país, y muchas se van hacia el norte con la esperanza de entrar en Estados Unidos. (Tyler Hicks/The New York Times).
“Pero en este momento, hay gente ahí echando a una familia de su casa”, insistió el pastor. “Tengo gente en la comunidad que está presenciando eso”.
Samuel se recargó contra el auto del pastor, pero cuando vio que estaba cubierto de polvo, se levantó. “No podemos ser nosotros. No tenemos a nadie ahí ahorita”, replicó. “¿Qué te dijeron?”. El pastor llamó a Anner en busca de más información.
“Exactamente, ¿qué está pasando ahorita”, le preguntó el pastor. Anner le dijo al pastor que hombres en motocicletas habían llegado con máscaras, entraron a una casa y sacaron a la familia que vivía a media cuadra de donde vive Fanny.
“No tenemos motos en esa zona”, dijo Samuel, negando con la cabeza. Entonces, Anner cambió su versión. Los hombres habían llegado en bicicletas, decía ahora, pero estaba seguro de que estaban echando a la gente de sus casas.
El intercambio continuó: Samuel le preguntaba al pastor, y este consultaba a Anner para precisar la información. Anner comenzó a tener sospechas y a hablar vagamente. El pastor hizo su mejor esfuerzo para explicar la ubicación de los sucesos a Samuel, con base en las vagas respuestas que le daba Anner.
“No, eso no puede ser”, le dijo Samuel al pastor. “Donde tú dices es donde la vieja vende leña”.
Acto seguido, Samuel hizo un mapa del territorio de Casa Blanca en el polvo que cubría el cristal trasero del auto del pastor. Se turnaban para dibujar calles y puntos de referencia.
“Me parece que el lugar del que hablan está aquí”, dijo Samuel, tocando el vidrio con el dedo. “Y eso no está en territorio de Casa Blanca”.
El pastor se avergonzó. Samuel tenía razón. Sin importar lo que ocurría, no era en territorio de Casa Blanca.
De todos modos, no importaba, dijo Samuel. Todos sabían que Casa Blanca era débil. Y le dijo al pastor que ya había ordenado a su lugarteniente —un hombre al que llamaban Monstruo— que se apoderara del barrio.
Sus hombres no estaban obligando a las familias a salir de sus casas esa noche, dijo, pero pronto estarían ahí.
Luego, Samuel le pidió al pastor que dibujara la ubicación exacta de la casa de Fanny. “No te preocupes por tus seres queridos, no les vamos a hacer daño”, prometió Samuel.
El pastor preguntó por los miembros de Casa Blanca. ¿También a ellos les perdonarían la vida?
“Como dije, el territorio ya es nuestro”, respondió Samuel. “Si podemos evitar la violencia, lo haremos. Pero eso depende de ellos”.
Samuel volvió a encender su cigarro y caminó por la calle hacia un edificio abandonado.
“Hacemos dinero de la venta de drogas”
El Monstruo —el lugarteniente de la MS-13 que estaba a cargo de la toma del territorio de Casa Blanca— condujo al pastor hacia el patio trasero donde más de una docena de sus pandilleros estaban de pie en un círculo, cubiertos por una nube de humo de marihuana. Un niño de no más de diez años estaba con ellos, con la gorra de lado, fumando un cigarro.
El pastor se presentó. Habían pasado dos días desde su encuentro con Samuel. Ahora había regresado al territorio de la MS-13, y estaba cara a cara con los enemigos de Casa Blanca.
El tirador de la gorra de béisbol negra, que unos días antes había disparado en la calle, estaba ahí. Los hombres que habían entrado a la casa de Fanny también estaban ahí, parados junto a un gigantesco montículo de tierra. El pastor mantuvo su mirada fija en Monster.
Cuando hablaba ante grupos, el pastor tenía una manera indirecta de hacer llegar su mensaje. Los halagaba, compartía historias ingeniosas o recurría a parábolas de la Biblia, dependiendo de la multitud y lo que creía que podría funcionar con ellos.
“Sé que ustedes son una estructura, un grupo disciplinado con organización y recursos”, les dijo, lo cual les arrancó una sonrisa a algunos de ellos. “Los miembros de Casa Blanca la tienen difícil para luchar contra ustedes, y ellos lo saben”.
A los 26 años, el Monstruo había ascendido para convertirse en uno de los principales lugartenientes de Samuel. Después de luchar por intentar vivir de su trabajo en la construcción, dice que la pandilla le ofreció empleo y una comunidad.
También le enseñó sobre disciplina, que era primordial: no mentirle a la pandilla, no consumir drogas (a excepción de la marihuana) y los asesinatos tenían que estar aprobados por el liderazgo, salvo que fueran en defensa propia.
“Matar a alguien no es lo que ayuda a ascender”, explicó el Monstruo. “Lo que importa es cómo piensas, tu inteligencia”, agregó, dándose golpecitos con el dedo índice sobre la sien.
Extrañamente, el Monstruo sonaba como un oficial de poca monta, que reparte clichés y promesas con una facilidad natural. Seguridad de primera. Respeto a los residentes. Ningún reclutamiento obligado. Ninguna extorsión. En resumen, un discurso sorprendente para una pandilla que aterroriza a personas desde Centroamérica hasta Estados Unidos.
“Hacemos dinero de la venta de drogas”, explicó el Monstruo, “así que no le robamos a la gente que vive en nuestras áreas”.
“Los necesitamos”, añadió.
Todo aquello sonaba esperanzador a oídos del pastor, tal vez demasiado. No había manera de saber si el Monstruo decía la verdad. Después de todo, eran asesinos, sin importar lo que dijeran sobre la paz.
Con todo, el pastor quería irse con algo concreto. La conversación duró poco más de una hora antes de que por fin expusiera su plan.
“Sabes, tal vez ayude reunirte con uno de ellos”, dijo el pastor de repente, como si la idea se le acabara de ocurrir. “Digo, si ellos quieren y tú quieres”.
“Paralizada por el miedo”
En el auto, Fanny le preguntó mitad en broma, mitad en serio, si el pastor la estaba llevando para que la mataran. Se había arreglado para la ocasión, llevaba los labios rojo carmín.
“No seas tonta, Fanny”, dijo. “Estoy tratando de salvarte la vida”.
Se dirigían a casa de su hermano, afuera del territorio de Casa Blanca. El pastor quería sacar a Fanny del barrio, para poder contarle sobre sus reuniones con la MS-13. “Fanny no escucha cuando está en su casa”, explicó. “Está paralizada por el miedo”.
El pastor Danny llevaba tres días con la misma ropa. Le habían salido ojeras. Entre fungir como intermediario de las reuniones con MS-13, evitar que Casa Blanca se viniera abajo y aconsejar a Fanny, había tenido poco tiempo para lo demás, incluso para su propia familia.
Su hija estaba hospitalizada por una enfermedad en los pulmones. Cuando no estaba en el barrio, iba al hospital para acompañar a su esposa y ver cómo estaba la niña.
Las facturas se acumulaban, y nunca había sido bueno para cobrar. Prefería estar en las calles, su ministerio era de acción. Las finanzas no eran lo suyo.
Pero en este momento, su preocupación era, antes que nada, la seguridad de su prima. “Fanny, necesitas pensar en ti y tu familia”, dijo el pastor, percibiendo sus dudas. “Me dijeron que no te iban a tocar”, agregó.
Fanny comenzó a llorar. Después de todo lo que había ocurrido en los últimos días –el tiroteo, la invasión de su hogar– el pastor pensaba que ella se alegraría con la noticia. Pero la promesa del pastor sobre su seguridad solo le recordaba que todos los demás no lo estarían.
“¿Cómo te sentirías si te dijera que puedo salvarte la vida, pero los niños que has conocido y amado desde pequeños podrían morir?”, dijo entre sollozos. “¿Cómo te sentirías si te dijera que solo te puedo salvar a ti?”.
El pastor estaba confundido, incluso herido, después de todos los sacrificios que había hecho y los riesgos que corría. A menudo bromeaba diciendo que nadie agradecía el trabajo que hacía, y en gran medida, no esperaba mucho. Aun así, no quería que lo reprendieran por ello.
Le dio a Fanny un poco de papel para que se limpiara el rímel que ahora le escurría por el rostro.
“Si los demás en el barrio quieren pelear y morir, supongo que es su elección”, dijo el pastor Danny, encogiéndose de hombros. “Yo estoy tratando de salvarles la vida a los que quieran salvarse”.
Dos días después, cuando el pastor decidió decirle a los miembros de Casa Blanca sobre su plan de una tregua, Fanny se negó a acompañarlo. Reunió a todos en casa de Anner, incluidos algunos padres, con la esperanza de que pudieran obligar a los jóvenes a aceptar su propuesta.
Era tarde en las noche. Bryan entró corriendo después del trabajo, con el pelo todavía húmedo porque se había duchado. Franklin se sentó en el sofá, con las piernas extendidas.
“Dijeron que los perdonarán a todos siempre y cuando puedan entrar pacíficamente”, dijo el pastor, explicando los términos de la MS-13.
El pastor presentó su plan de la manera más positiva posible. La MS-13 había dicho que no quería matar, pero nunca prometió que los perdonaría a todos, no lo había dicho de manera explícita.
Bryan lo interrumpió para contar su más reciente encuentro con unos miembros de la MS-13. “No silbaron ni me miraron de manera agresiva”, se asombró, atribuyendo el comportamiento atípico a los esfuerzos del pastor.
Sin importar si el cambio estaba relacionado, la reunión parecía ir bien. Y al final, el verdadero evangelio del pastor era la esperanza. Si podía hacer creer a los miembros de Casa Blanca que la paz era posible, tal vez podría ser así.
Al final de la conversación, Anner aceptó reunirse con el Monstruo.
“Esto es inevitable”, dijo Anner. “Quiero decir, miren las posibilidades: son como 50.000 de ellos contra ocho de nosotros”.
“No queremos ningún problema”
Anner llevaba su uniforme de trabajo, una camisa tipo polo con la insignia de la tienda de abarrotes cosida sobre el bolsillo izquierdo. Su jefe le había dado unas horas libres del turno de la tarde y Anner estaba ansioso por irse.
En el asiento trasero del auto del pastor Danny, el joven hablaba sin cesar, una actitud probablemente causada por los nervios. El pastor esperaba que pudiera calmarse para cuando se encontrara con el Monstruo.
Y luego, de repente, Anner se quedó callado. Recargó el rostro sobre el vidrio polarizado y miró fijamente el paisaje.
“No había estado en esta calle en siete años”, dijo, mientras entraban en el territorio de la MS-13, maravillado ante cómo barrios tan pequeños podían estar tan claramente divididos, y lo aislado que eso lo hacía sentir.
El pastor llegó a un edificio con un pórtico de hojalata. El Monstruo estaba sentado detrás de él, en una silla baja en la sombra, fumando marihuana. Sonrió ligeramente cuando los visitantes buscaron un lugar para sentarse. Anner encontró una caja astillada, el pastor una cubeta volteada boca abajo.
Tras una breve presentación, Anner comenzó a hablar, de manera nerviosa, durante casi toda la reunión: sobre los niños, su trabajo, su vida en el barrio. Incluso mencionó a unos cuantos miembros de la MS-13 a los que conocía en persona. “No estoy involucrado en nada de esto, pero conozco a todos estos pandilleros”, explicó.
El Monstruo continuó fumando. En el interior del edificio, una máquina de pinball hacía su característico ruido metálico y reproducía Limbo Rock mientras los miembros de la pandilla jugaban por turnos.
“Estoy aquí para decirte que no queremos ningún problema con la MS”, dijo Anner, arrastrando su caja un poco más cerca del Monstruo. “No quiero ver violencia”, dijo. “Trabajo y tengo familia y no quiero perder mi casa”.
El Monstruo, ahora muy alto, negó con la cabeza y pronunció un suave: “No”.
“¿Qué me dices de los demás?” Anner preguntó. “¿Qué va a ser de ellos? Algunos de ellos le han disparado a la MS antes”, explicó. “A veces por miedo”.
El Monstruo comenzó a hablar, pero Anner lo interrumpió. “Solo quiero pedirte como un favor que, si no se resisten, si no pelean, les otorgues el perdón por lo que hicieron en el pasado”, dijo.
El Monstruo miró al pastor y luego a Anner. “Nuestra meta no es matar gente”, afirmó. “Si no pelean, si hacen las cosas como está planeado, no habrá necesidad”.
Anner se relajó ligeramente, su tensión disminuyó. “Gracias hermano, esto es un gran alivio para mí. Todos hemos estado tan preocupados por lo que fuera a pasar todos los días. Es como vivir en una zona de guerra”.
Un par de automóviles pasaron por la calle y los conductores tocaron las bocinas para saludar a los miembros de la MS-13 reunidos ahí. Unos cuantos niños jugaban cerca de ahí, pateando un pequeño balón de un lado a otro de la calle.
“Mira a tu alrededor”, dijo El Monstruo. “La gente vive con más libertad aquí que en ninguna otra parte”.
“Así podría ser en Casa Blanca”, concluyó.
“No les importa”
Los cuerpos aparecieron una mañana de enero, mutilados, envueltos en bolsas negras de basura y depositados en los márgenes del territorio de Casa Blanca con la pandilla de Barrio 18.
La advertencia hablaba por sí misma: Barrio 18 se había enterado de la tregua en ciernes con la MS-13, y no tenía intenciones de aceptarla.
Unas semanas después, Reinaldo desapareció. Había estado caminando por el barrio, dentro de los confines del territorio de Casa Blanca, cuando alguien se lo llevó de la calle.
Bryan, Franklin y los demás comenzaron a circular su fotografía, para ver si alguien lo había visto. Tras unos cuantos días, el pastor se enteró de que los de Barrio 18 se lo habían llevado. Nunca devolvieron el cuerpo. La frágil paz conseguida por el pastor comenzó a resquebrajarse.
La MS-13 nunca entró al barrio, como Samuel y el Monstruo dijeron. Aunque dejaron de atacar a Casa Blanca, como prometieron, los de Barrio 18 retomaron los enfrentamientos justo donde sus rivales se habían quedado.
El pastor trató de calmar a los miembros de Casa Blanca, pero no tenía nada nuevo que ofrecerles. A pesar de todos sus esfuerzos –las reuniones clandestinas, la creación de una coalición– solo había logrado cambiar a un enemigo por otro.
Y ni eso duró. A principios de este año, Samuel y el Monstruo fueron ascendidos. Dado que ya no estaban, no había ninguna garantía de paz. El sustituto del Monstruo, Puyudo, retomó los ataques a Casa Blanca y el pastor desconocía los motivos.
El barrio de Casa Blanca seguía menos armado, con menos miembros y atrapado. En marzo, un joven en su territorio fue lesionado en un tiroteo. Unos cuantos días después, un matón de la MS-13 le disparó a Anner mientras regresaba a casa del trabajo.
Una semana después, alguien le disparó a Fanny mientras caminaba con su hijo a casa después de ir a la escuela.
Repentinamente, la misión del pastor Danny se había vuelto mucho más abrumadora. Comenzó a decir que ya no sentía que debía hacerlo. Tratar de cambiar al barrio y mucho menos a todo San Pedro Sula o al resto de Honduras, le parecía inútil.
En su mente, el hecho de que todo dependiera de él –una misión de paz de un solo hombre, sin ayuda del gobierno– era un reflejo de lo nefasta que era la situación.
“Todas las cosas que terminan en las calles, comienzan con la corrupción del gobierno”, aseveró. “Ni siquiera hay un deseo de tratar de hacer algo. No puedo seguir luchando contra este monstruo: el gobierno, el país. No les importa. Nada les importa”.
Dijo que esta sería su última intervención. Sin importar cómo terminara lo de Casa Blanca —de forma pacífica o no— prometió encontrar una vida en la que no tuviera que luchar contra el monstruo, como llamaba al Estado, y podría adoptar una causa menos desmoralizante. Tal vez incluso podría irse de Honduras.
Pero tampoco eso duró. Su escepticismo fue cediendo paso a la esperanza, como siempre sucedía. Unas cuantas semanas después de que la MS-13 le disparó a Fanny, el pastor logró encontrarse con Puyudo, el nuevo líder del área. La desilusión del pastor Danny desapareció.
Ante Puyudo, pronunció una versión resumida del discurso que, para entonces, había practicado media docena de veces. Regresó de inmediato al modo diplomático.
“Me parece que puedo convencerlo de detener los tiroteos”, dijo el pastor, refiriéndose a la reunión más reciente. “Se supone que nos volveremos a encontrar pronto”.
© “The New York Times”