Desde los escombros de Armero, la niña Omayra Sánchez, de doce años, agoniza en estos momentos con medio cuerpo por fuera del lodazal, pero está aprisionada de la cintura para abajo por rocas y ladrillo y dice que pisa el cadáver de su tía y tal vez el de su padre. ¡Hay que sacar a Omayra, por favor!
Esta historia fue compartida originalmente en noviembre de 1985.
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La pequeña lleva ya dos días allí y mira asombrada a los socorristas y a los curiosos que la observan y dice. “Voy a perder el año, porque ayer y hoy fallé a la escuela”. Al pie de Omayra, el caso del niño de México, llamado “Monchito”, es algo menor, ya que uno puede hablar con esta pequeña tolimense, se le puede tocar, se le puede acariciar, ella le cuenta a uno su historia, y sin embargo hasta ayer a las cinco de la tarde no habían podido sacarla.
Aunque parezca increíble, Omayra está fuera del agua del pecho hacia arriba pero de la cintura hacia abajo se encuentra atascada entre los escombros de lo que fuera la plancha del techo de su casa y dice que debajo de sus pies siente cadáveres y que son los de su tía María Adela Garzón y que posiblemente también allí está el cuerpo de su padre, Álvaro Enrique Sánchez, un conductor de combinada cogedora de arroz.
Váyanse a descansar un ratico y después vengan y me sacan de aquí
Durante dos horas conversamos con Omayra Sánchez. Le dimos la mano. Le acariciamos la cabeza, hasta por un momento sonrió y a las cinco de la tarde de ayer nos dijo: “Váyanse a descansar un ratico y después vengan y me sacan de aquí”. Todos le dimos la mano y le dimos la espalda para que no nos viera llorar. Y nos fuimos llorando un puñado de periodistas, entre ellos varios norteamericanos que habían conocido la muerte en los arrozales de Vietnam.
Apretamos los puños y nos quedamos mirando la llanura de lodo que cubre lo que antes fue Armero.
Pero Omayra Sánchez aún está viva y es posible que hoy sábado aún esté viva y según los socorristas que la desenterraron hasta el pecho se puede salvar si se consigue una simple motobomba para succionar el charco de agua que se formó a su alrededor cuando lograron apartar la plancha de cemento que la tenía aprisionada.
¡Una simple motobomba! Desde las diez de la mañana los socorristas se la estaban pidiendo a los pilotos pero allí en aquel caos infernal de los escombros de Armero, nadie fue capaz de llevar en todo el día una simple motobomba. “Hijueputa vida, no puede ser que esta niña se vaya a morir porque en este país no sea capaces de haberle traído en 2 días una motobomba”, pensó el cronista cuando se alejó de ella, y Omayra se quedó allí sola ahora ayudada por un neumático para que no se hundiera en el charco.
Sola en la noche que venía, sola entre tantos muertos, sola sobre los escombros de su ciudad, sola abandonada por hombres y por Jesús y por Marx... por todos abandonada.
Su tragedia
Doña María, la madre de la niña, se vino para Bogotá el pasado 4 de noviembre a diligenciar el asunto de un diploma en el Sena. Entonces allí en su casa del barrio Santander de Armero se quedó Omayra de 12 años y su padre y su tía y su hermano menor. A las once y media de la noche del pasado miércoles los cuatro no se habían acostado, porque estaban preocupados con aquella lluvia de arena y ceniza que había estado cayendo desde las cinco de la tarde.
Habían acabado de cerrar la puerta, cuando sintieron un ruido espantoso y después el estrépito de las rocas y las aguas que derrumbaron las puertas y entraron en forma salvaje. A partir de ese momento, Omayra se sintió estremecida en las aguas, sacudida, bamboleada y no supo nada más de su hermano ni de su padre ni de su tía. “Todo se me fue de la cabeza y cuando me desperté estaba debajo de esa cosa de cemento”, dice.
Allí debajo de “esa cosa de cemento”, que en realidad es una plancha, permaneció toda la madrugada del jueves y hacia mediodía logró sacar la mano por una hendija que dejaba la plancha. Entonces Jairo Enrique Guativonza, un socorrista espontáneo, vio aquella mano y con la ayuda de otros se puso a triturar la plancha. Escuchando la voz de la niña, trabajaron toda la tarde y la noche del jueves y solo en la madrugada del viernes lograron despejar el cemento fundido y las tejas y las maderas que estaban cubriendo a la fina.
Jalándola con sumo cuidado, lograron sacarla un poco, pero en determinado momento no pudieron seguir porque de hacerlo hubieran tenido que arrancarle las piernas. Lo único que hicieron fue construir como un nidito para que la pequeña pudiera girarla cabeza y su pecho hacia un lado y otro.
El neumático
Durante toda la mañana de ayer viernes, varios socorristas y policías trataron de sacar a Omayra. Pero era imposible porque a cada momento el agua se encharcaba más y por instantes parecía que la pequeña se iba a ahogar. Entonces trajeron un neumático y se lo colocaron por debajo de los brazos y quedó como los niños en la piscina o los náufragos en el mar.
Varios socorristas trataron de sumergirse entre el agua, que es una espesa sopa de lodo, y comprobaron que las piernas de la niña están incrustadas en algo así como una puerta, que había ladrillos y palos y que metiendo las manos más abajo se tocan cuerpos.
”Si señor, yo siento que estoy pisando carne y esa es mi tía, y ojalá que no sea mi papá ni tampoco mi hermano”, dice la niña.
Durante toda la mañana, Omayra estuvo un poco animada. Al mediodía le dieron primero un vaso de agua y después una gaseosa y un pan y Omayra dijo que deseaba comer algo de dulce. Preguntó qué día era y cuando le dijeron que era viernes, entonces respondió: “Ay caramba, hoy era el examen de matemáticas”. Ella está en primero de bachillerato. “Voy a perder el año”, dijo.
Después del mediodía, los ojos de Omayra se comenzaron a poner rojos. Se le hinchó un poco la cara y sus manos eran muy blancas, aunque ella es una morenita crespa, de cara redonda y de labios gruesos.Así con sus ojos enrojecidos y su carita hinchada, hacia las tres de la tarde, cuando llegaron los enviados de EL TIEMPO y otros reporteros especialmente extranjeros, Omayra ya estaba perdiendo la alegría para empezar a sumirse en los delirios de la agonía.
Un mal vecino
La pequeña se halla rodeada de escombros por todas partes, especialmente de tejas de zinc y techos de casas que fueron arrastrados por la corriente.
A unos diez metros del pozo de lodo donde se halla la niña, el cadáver de una mujer, con apariencia de anciana, se halla recostado contra un tronco. Es un cuerpo tumefacto bajo el sol ardiente y varios gallinazos acechan desde una ceiba cercana.
Omayra ni siquiera sabe qué pasó, no entiende que Armero fue borrado de la faz de la tierra por el río Lagunilla y que posiblemente todos sus 39 compañeros de primero de bachillerato perecieron.
Cuando llegaron los reporteros, la mayoría de los socorristas se habían ido a guarecerse del sol que a las tres de la tarde picaba inclemente sobre los escombros de la ciudad.
Estaba agachada sobre el neumático y cuando sintió las voces levantó la carita y nos miró. Intentó una sonrisa. Los labios le temblaron. Sus ojos enrojecidos parpadearon.
“Ay...”, dijo pero no lloró, no nos miró con súplica, no estaba derrotada, sino que había mucho de valentía en su mirada. No dijo que le dolían las piernas sino que simplemente no las podrá mover. “Siento frío”, dijo y nos dirigió una mirada profunda.
Tengo miedo que el agua suba y me ahogue porque yo no sé nadar aunque soy aquí de tierra caliente”
Pero se le veía tranquila, valiente. Era una niña toda coraje. “Tengo miedo que el agua suba y me ahogue porque yo no sé nadar aunque soy aquí de tierra caliente”, balbuceó.
”No sé dónde está mi mamá en Bogotá, pero mi tío es celador en Expreso Bolivariano”, narró y dijo: “Mi papá trabaja cogiendo arroz y sorgo en una combinada”.(
Apoyó su rostro sobre el neumático, como para descansar. Estuvo así unos cinco minutos. Todos permanecimos en silencio Después, otra vez levantó el rostro y pronunció unas frases un poco incoherentes y ya sus ojos estaban más rojos y se notaba algo de delirio. “Tengo sed”, dijo e intentó tomar un poco de aquella agua putrefacta, se lo impedimos y le pasamos otro vaso de agua.
Seguimos allí hasta las cinco de la tarde. Los socorristas regresaron y después se volvieron a ir y señalaron que era imposible tratar dejarla con toda la fuerza, porque eso sería destrozarla de la cintura para abajo o por lo menos perdería los pies. Dijeron que era indispensable traer la motobomba para sacar el agua y poder proceder a retirar la materia que la aprisionaba.
Cuando los helicópteros pasaban sobre ella, Omayra levantaba sus ojos enrojecidos y los miraba alejarse. “Te juramos, Omayra, que vamos ya a traerte la motobomba para sacarte de aquí”. Nos miró con dignidad y nos dijo: “Váyanse a descansar y vuelvan a sacarme”.
Entonces le dimos la espalda y nos fuimos todos llorando, con rabia, carajo, como odiando a Dios, a los hombres y a la naturaleza... Ella quedaba allí solita, entre el charco, y la noche se aproximaba...Y como no pudimos ayer conseguirla motobomba, hoy sábado a las cinco de la mañana salimos con la motobomba en un helicóptero directamente hacia Omayra y esperamos, y escúchanos, Oh Señor, desde tu morada, que ella esté viva, porque de lo contrario será un dolor que nos perseguirá para siempre...
Murió Omayra, pero nació Consuelo desde donde existió Armero
A las diez y cinco minutos de la mañana de este sábado desgraciado murió la pequeña Omayra Sánchez, de doce años, la niña que se hallaba atrapada, pero dos horas después, a medio kilómetro de su cadáver, nació Consuelo, cuando una señora incrustada en el barro, dio a luz a una niña.
Fue la muerte y la vida, tan cercana una de otra. Fue el drama que el país vivió y padeció a través de EL TIEMPO y Caracol. Primero fue la tristeza, el llanto, cuando la pequeña murió allí, junto a la motobomba que El Tiempo había llevado en helicóptero desde Bogotá, y entonces médicos, socorristas y periodistas se alejaron del lugar y Omayra quedó doblada aprisionada entre una plancha de cemento y el cadáver de su tía María Adela.
Vino después, hacia las dos de la tarde, el momento en que Carmen Cecilia Moreno dio a luz allí, debajo de la plancha del techo de su casa, después de haber permanecido casi cuatro días enterrada de la cintura hacia abajo y recostada al cadáver de su hija de cinco años. Si esto que vimos, este morir y este nacer, fuera una historia que alguien me contara le diría que no fuera mentiroso, que se fuera para el carajo, que tan terrible pero tan hermosa casualidad no se pueden dar juntas, pero es cierto, por Dios o por Marx, y ahí están las fotos para comprobarlo. Omayra empezó a morir a las 9 de la mañana.
A Omayra Sánchez trataron de rescatarla de su prisión de fango durante tres días. Mientras el tiempo pasaba ella entonaba canciones, daba testimonios y afirmaba que sentía en sus piernas lo que eran los cuerpos de dos de sus familiares.
El helicóptero de EL TIEMPO debido al mal tiempo en Bogotá solo pudo despegar a las 7 de la mañana ya las 8 ya estaba posado donde yacía la niña, allí en el pantano, junto a la loma del Barrio Santander. A las 8 y 14 ya la motobomba estaba funcionando, succionando el agua del pozo que se había formado alrededor de la niña, sobre los escombros de su casa.
La motobomba funcionó de manera lenta, y aveces se obstruía por el barro, a esa hora, ya la niña escasamente podía mantener los ojos abiertos, ya le habían quitado su blusita de color azul, y la pequeña yacía con su espalda descubierta, metida entre el neumático negro. Hasta las cinco de la mañana había estado sufriendo delirios y le había cantado y contado chistes a los médicos y socorristas que la acompañaron durante la noche.
El socorrista espontáneo Jairo Enrique Guativonza permaneció toda la noche abrazado de la niña, para darle calor, ambos metidos allí en el fango. Jairo Enrique cuenta que durante la noche le cantó varias canciones, le contó que había cumplido años el pasado 10 de noviembre y estuvo diciéndole que por ahí andaban su padre y su madre y que entonces le iban a volver a celebrar su cumpleaños. Al principio de la noche estuvo aún consciente, sosteniendo con sus acompañantes conversaciones coherentes. Pero después de la una de la madrugada comenzó a delirar.
Cantaba canciones extrañas y Guativonza relata que hacia las tres de la mañana le dijo que ya el Señor la estaba esperando. “Después cantó la canción de los pollitos”, afirma el socorrista, que fue su acompañante durante tres noches de muerte. Cuando amaneció ya estaba en camino hacia la agonía. Hacia las nueve de la mañana, cuando la motobomba que había llevado desde Bogotá el helicóptero de Helitaxi facilitado a El Tiempo para esta emergencia, ya la agonía se aproximaba a la muerte. Había doblado su cabeza sobre su pecho y la vida era apenas unos leves estremecimientos del cuerpo.
La motobomba llevada desde Bogotá, y otra traída por el médico Fernando Posada, succionaban a veces con demasiada lentitud el agua y todos los presentes mirábamos con angustia con delirio, casi con fiebre. Pasaron los minutos. El agua fue lentamente descendiendo de nivel y entonces comenzó a aparece el cadáver en descomposición de la tía de Omayra. En determinado momento, todo fue claro: la niña yacía entre el cadáver de su tía y una plancha de cemento.Omayra estaba como arrodillada, los médicos se miraron. La niña agonizaba. Todos tenía empuñadas las manos. Los médicos se reunieron. Y llegaron a la conclusión de que la única alternativa sería cortarle allí ambas piernas a la altura de la rodilla o dejarla morir.Cortarle las piernas igualmente sería que ella muriera porque no había equipos de cirugía. No había más alternativa: había que dejarla morir. Entonces todos, médicos, socorristas y periodistas nos quedamos en silencio; pasaron tal vez 10 minutos y a las 10:05 de la mañana la niña se estremeció, frunció los hombros. Y murió...
Continúa la vida
Todos se alejaron y cada uno en silencio, como con pena de los otros, lloró. Después, al rato, volvimos y colocamos sobre Omayra varias puertas de madera y varias tejas de barro. Decidimos no sacarla, porque habría que despedazar el cadáver. Y era mejor dejarla en su tumba, donde con tanto valor y con tanta alegría había luchado contra la muerte durante 72 horas.
Cuando nos alejábamos, entre un charco yacía la primera página de EL TIEMPO donde aparecía el rostro de Omayra, aún con vida, doce horas antes. Caminábamos por el lodazal y pensábamos que el papel puede con todo, menos derrotar la muerte. Pero la vida continuaba. En ese instante llega el médico voluntario Rodrigo Meléndez y grita desde lo alto de una colina que cerca, una mujer medio sepultada en el barro, está a punto de dar a luz. Grita que se necesita una motobomba.
Entonces la motobomba trasportada de Bogotá pero que llegó muy tarde para salvar a Omayra, es introducida en el helicóptero y tres minutos después éste se posa sobre la terraza de una casa, situada allí en el sector donde el estadio de fútbol contuvo en algo la avalancha, por lo cual varias casas apenas quedaron sepultadas hasta un poco más de la mitad.
Y allí desde el jueves al mediodía, es decir, dos noches, atrás, un grupo de voluntarios y de médicos trabajaban para tratar de desenterrar a la señora Carmen Cecilia de Moreno, esposa del médico Lizardo Moreno. Ella estaba con su cuñada Gladys Moreno y con sus dos pequeños hijos, cuando la avalancha rompió las Puertas y penetró en el interior de la casa.
En una pieza quedó la Señora Carmen Cecilia, de unos 25 años, con 8 meses de embarazo junto al cadáver de sus dos hijos yen la pieza contigua su Cuñada Gladys de 19 años. Quedaron incrustadas en el lodo y los pedazos de concreto hasta la cintura, aprisionadas de manera brutal. El socorrista de Ibagué Álvaro Castro y el voluntario de la Fuerza Aérea Carlos Romero, las descubrieron al mediodía del jueves y desde entonces se juraron salvarlas. Con palas, sierras, picas y taladros trabajaron día y noche.
Auxiliados por médicos y voluntarios lucharon contra todo, aún contra la putrefacción de los cadáveres de los niños que se hallaban aprisionados cerca de Carmen Cecilia. Lo de ayer, durante las noches del jueves y del viernes, Álvaro Castro y Carlos Romero estuvieron allí acompañándolas, pues no había luz para trabajar. Entonces en la oscuridad las abrazaron toda la noche, para darles calor.
Allí en la oscuridad les hablaban y las animaban y por momentos mujeres semisepultadas y socorristas podían dormir algo. Cuando llegábamos ayer hacia las once de la mañana, Carmen Cecilia, la embarazada, y Gladys, la cuñada, yacían como hincadas entre el fango y el concreto, con los ojos enrojecidos y con máscaras médicas, para protegerse de la putrefacción. Eran dos mujeres padeciendo el más profundo y doloroso sufrimiento del mundo.
Pero lo miraban a uno esperanzadas, como pidiendo piedad. Entonces vino ese frenético e intenso trabajo. El helicóptero iba y venía trayendo pipas de oxígeno, sierras, ampolletas para el dolor, relevo para los médicos y entretanto los voluntarios luchaban y luchaban ahí, succionado el lodazal con la motosierra, triturando los muros de concreto con picas y poco a poco tratando de ir destapando el cuerpo de las dos mujeres.
Entonces lentamente fue emergiendo del fango el vientre hermoso de Carmen Cecilia, con sus ocho meses de embarazo. Más tarde le pudieron liberar una pierna y después otra. Y vino el momento dramático en que se pudo sacar a toda la mujer. “No siento el niño”, dijo ella cuando se sintió libre.
La colocaron sobre una camilla y allí los médicos procedieron a realizar la cesárea. Fueron minutos dramáticos, de suspenso. Así como horas antes habíamos esperado con angustia la muerte de Omayra, ahora esperábamos con la misma angustia el nacimiento de un ser humano. “Fue una niña”, dijo el médico. “Y está viva pero puede morirse si no la sacamos ya de aquí”, agregó. “Que se llame Esperanza” gritaron unos. “No, Consuelo”, respondieron otros en coro. “Consuelo”, dijo la madre, con palabras que salían por entre el fango que estaba en su boca. “¡Consuelo!”, gritamos todos.Entonces introdujeron a la madre y a la niña, y el helicóptero se elevó y todos quedamos allí llorando de alegría. No sabíamos si las dos finalmente iban a sobrevivir pero ahora las dos habían luchado contra la muerte durante tres días y dos noches, las dos allí sepultadas, en el fondo del fango y del martirio.
‘Pienso en ella y recuerdo que la vida es nada’: Germán Santamaría
Germán Santamaría recuerda su experiencia como periodista cubriendo la tragedia.
Su crónica le contó al mundo la tragedia de Omayra Sánchez en Armero. ¿Recuerda cómo se encontró con esa historia?
Encontramos realmente a Omayra a las cuatro de la tarde ese viernes, dos noches y casi dos días después de la avalancha. Yo estaba con el fotógrafo de EL TIEMPO y Francisco Santos, que había regresado hacía poco de los Estados Unidos. No fuimos los primeros, por allí habían pasado hacía poco otros periodistas y estaban con ella dos socorristas. Algunos periódicos publicaron apenas la foto de ella sin su nombre, como una víctima más. Estuvimos esa primera vez con ella más o menos una hora. Lo que pasó está en la crónica. De pronto el tiempo empeoró, se vino la noche, y salimos en helicóptero hacia Bogotá con la misión urgente de conseguir una motobomba para sacar agua y tratar de salvarla. Pero el mal tiempo nos hizo desviar hacia Mariquita. Allí logramos un cupo en un avión ambulancia, entre los heridos. Fue entonces, a las ocho de la noche, cuando yo le dije a Pacho: “usted y el fotógrafo se quedan porque yo soy el cronista que voy a escribir esta historia, que mañana va a recorrer el mundo entero”. Y esa noche, mientras escribía en papel dos páginas de EL TIEMPO, le pedí el favor a Juan Manuel Santos, entonces subdirector de EL TIEMPO, que fuera e hiciera abrir un almacén de maquinarias en Paloquemao para conseguir la motobomba. Volvió con ella a la madrugada. Llegamos a Armero hacia las seis y media de la mañana del sábado, pero ella murió a las nueve y media, porque era como sacar agua del mar…”.
¿Qué siente hoy al ver la repetición de las imágenes de Armero y especialmente de ella?
Esa tragedia me enseñó algo de humildad y también un poco de sabiduría humana. Cuando a veces se me tratan de subir los humos, también ahora cuando soy embajador, pienso en ella, en Omayra
Siempre he pensado que haber presenciado en directo el valor y la agonía de Omayra Sánchez fue una dolorosa experiencia, casi una tragedia personal. Me causó mucho impacto. Esa noche del viernes, a la madrugada cuando llegué a mi casa, entré al cuarto y vi a mi hija Alida dormida, y ella era morenita y tolimense como Omayra. Me derrumbé al pensar que la otra niña, casi de su misma edad, estaba allá entre lodo, bajo la noche oscura, sufriendo, tal vez agonizando en ese momento. Desperté a mi hija y lloramos los dos. Fue tal la experiencia que pienso que esa tragedia me enseñó algo de humildad y también un poco de sabiduría humana. Cuando a veces se me tratan de subir los humos, también ahora cuando soy embajador, pienso en ella, en Omayra, y se me bajan los crespos, porque recuerdo que la vida es nada…y que la vanidad menos. Pero no soporto ver fotos o imágenes de ella. En estos mismos momentos la televisión española pasa a cada momento un anuncio con la imagen de ella, y lo que hago es que de inmediato desvío la mirada.
Tal vez nadie mejor que usted nos puede dimensionar el impacto que tuvo esta historia de Omayra internacionalmente. ¿Cómo fue eso?
Los colombianos no conocen la dimensión universal de Omayra Sánchez. Es conocidísima, a nivel popular, tanto o más que personajes colombianos buenos como García Márquez y Botero, o malos, horribles, como Pablo Escobar. Por ejemplo , existen escuelas con su nombre en el Japón y en Francia o en España su historia aún conmueve. Salió en portada de la revista dominical del The New York Times. La revista París Match la destacó entre los cien personajes más importantes del siglo XX, año por año, en una selección que incluyó a personajes como José Stalin o el presidente Kennedy. El gran y olvidado escritor Germán Arciniegas escribió un texto demostrando que Armero había dejado un testigo y un testimonio personal como hasta entonces no había tenido tragedia alguna en la historia humana, incluyendo la Pompeya destruida por el volcán Vesubio.”
Como ocurrió hace poco con la imagen del niño inmigrante sirio muerto en una playa turca, la exposición de Omayra en los medios conmovió y generó solidaridad pero también abrió debates en torno a una supuesta explotación indebida del drama humano. Con la distancia de los años, ¿cómo ve ese aspecto en el caso de Armero?
Es que en las grandes catástrofes con muchos muertos o damnificados se pierde el rostro individual de la tragedia. Por ello tristemente los 20 mil o más muertos de Armero son simplemente una masa, una cifra, salvo para cada uno de sus familiares, que los padecen y los recuerdan como un gran dolor en su personal y solitario sufrimiento individual. Omayra fue el rostro esencial y perenne que de alguna manera conmovió e inmortalizó todos esos muertos. Igual el niño Eylan. Los emigrantes árabes hacia Europa constituyen una verdadera tragedia, pero fue ese niño muerto tirado en la playa turca el que conmovió al mundo y obligó a reaccionar a líderes como Cameron en Inglaterra o la señora Merkel. La polémica sobre Omayra y el niño sirio claro que es importante en el plano ético del periodismo, pero igualmente es fundamental su visión desde el punto de vista de la influencia social para cambiar conductas masivas y para obligar a decisiones de Estado. Porque los seres humanos siempre tienden a pensar que toda muerte que no sea la suya o de los suyos, es apenas un simulacro ajeno.
¿Entonces Colombia no ha valorado en toda su magnitud la dimensión de Omayra?
En Colombia nunca los árboles dejarán ver los bosques. La dimensión del valor, del coraje y la dignidad con que enfrentó la muerte, además del mensaje no solo para Colombia sino para la humanidad de vida y esperanza que se desprende de sus últimas palabras, todo en una muchachita inocente de todo, es de tal magnitud, que la primera santa colombiana tuvo que haber sido ella, Omayra, y no la madre Laura. Y su rostro es el que debió estar en los billetes para que aprendamos a valorar y a empuñar la vida. Lo pienso así siendo apenas un creyente de tierra firme, pero que estuvo a su lado y por ello sé cómo padeció y murió. Existen muy pocos mártires como ella.
Colombia apenas estaba tratando de hacer el duelo por la tragedia del Palacio de Justicia cuando llegó la desaparición de Armero. Y usted era alguien que seguía los acontecimientos a diario. ¿Cómo describiría ese momento del país? ¿Ha sido el peor que ha vivido? ¿Qué sensaciones dejaba?
Bueno, yo tristemente cubrí casi en directo estas dos tragedias. El día de la toma del Palacio estaba investigando para El Tiempo en la biblioteca Luis Ángel Arango y cuando se escucharon los primeros disparos salí corriendo, logré llegar hasta la acera de la Casa del Florero y allí permanecimos sin dormir hasta el otro día hacia las cuatro de la tarde, cuando terminó todo. Y a Armero llegamos antes de la siete de la mañana en el helicóptero contratado por El Tiempo. Por eso me atrevo a afirmar que la avalancha del río Lagunilla, que fue anunciada tres meses antes en un reportaje que le hicimos al alcalde de Armero Ramón Rodríguez, no sólo arrasó para siempre este pueblo tolimense sino que cubrió o tapó momentáneamente la tragedia del Palacio. Con una diferencia de una semana, los 20 mil o más muertos de Armero hicieron olvidar a los más de cien del Palacio. Otra cosa hubiera sido para el gobierno de entonces si el asalto sangriento de la guerrilla al Palacio y la retoma no menos cruenta de la Fuerza Pública, no hubiera sucedido casi en forma simultánea con la erupción del nevado y la avalancha del río Lagunilla.
¿Destacaría una anécdota, un detalle particular de lo que fue cubrir una tragedia tan enorme? ¿Se quedó con alguna imagen, una frase?
Es verdad, y no exagero, fue tanta la adrenalina de ese cubrimiento, que durante cinco noches no dormimos casi nada. Se llegaba a la casa a la una o dos de la mañana y a las cinco se estaba listo para abordar el helicóptero con los primeros rayos del día. Sufrimos la peste del insomnio. Pero una anécdota humana: don Enrique Santos, ese inmenso periodista que nunca escribió una línea, que era mi jefe, sacó su chequera personal, él que decían que cuidaba demasiado la platica del periódico, y me regaló cien mil pesos de entonces como premio al ver que la crónica de Omayra era reproducida en millares de periódicos del mundo. Pero me ordenó de inmediato que me fuera para Cartagena a cubrir el Reinado Nacional de la Belleza y lo anunció en primera página. Aunque la vida continuaba, por primera y única vez le desobedecí, dormí dos días seguidos y después me escondí y me perdí de ver en aquel terrible mes de noviembre, de hace 30 años, lo único bonito que sucedió en Colombia: el rostro y esos ojos de María Mónica Urbina. Pero tanto en el horror como en la belleza, el tiempo, que según dicen es el olvido, hace su terrible trabajo.
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