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Gaza (EFE)
“Lo único que veíamos era muerte. No pensamos en nada más, en nadie más. Ni siquiera en nuestras madres. La gente huyó sin mirar atrás hasta encontrar un lugar seguro”, dice Ali Hussein Ali Habibi, tumbado en un sucio colchón bajo las ruinas de su casa en Ciudad de Gaza.
Así, rodeado por parte de sus familiares y vecinos, pasa el tiempo desde que abandonó su hogar en el destruido barrio de Shuajiye ocho días después de que las tropas israelíes iniciaran su incursión terrestre en Gaza, hace apenas cuatro semanas.
“Estamos aquí para proteger las pocas pertenencias que se pueden rescatar de los escombros y por si viniera alguien a localizarnos para tomar nuestros nombres y ayudarnos tras la pérdida de nuestras casas”, explica este prolífico hombre de 45 años, padre de cuatro niñas y cinco niños.
Tras las destruidas construcciones, sin una pared aquí, sin un techo allá o con cientos de impactos de artillería en sus frentes, varios vecinos de la zona se mantienen durante el día atados a unas casas que en muchos casos no podrán reconstruir.
Solo al caer el sol regresan con los familiares o amigos que les refugian hasta que encuentren algún lugar en el que quedarse finalmente.
“Mi madre se dejó morir tras saber que su casa ya no existía”, asegura Ali Hussein mientras rescata algunas de sus pertenencias bajo el polvo de los escombros de su hogar, donde aún queda fruta podrida que debía haber sido comida en el Eid (fiesta de ruptura del ayuno).
Cuenta cómo corrían todos en dirección opuesta a la frontera cuando los tanques israelíes se aproximaban a su zona, cómo su vecino olvidó a su madre en su casa y, cuando fue consciente de ello, regresó sólo para ver que había perecido bajo el fuego.
Entonces decidieron buscar alojamiento en una escuela-refugio de la ONU, para después marcharse por miedo porque ningún lugar era seguro y a pesar de trágicos sucesos como el ocurrido semanas atrás en uno de estos colegios de la localidad septentrional de Beit Hanún.
REFUGIADOSCasi 3.000 personas procedentes de Jabalia, al norte de la franja, se encontraban refugiadas allí tras recibir un aviso del Ejército israelí de que evacuaran la zona.
Después, en sus masificadas instalaciones, casi una veintena de personas murieron en los ataques sobre la escuela donde ahora sólo destartalados pupitres presiden el patio vacío.
Ropa rota, cientos de botellas de plástico vacías y manchas de sangre junto a esquirlas de misiles quedan como testimonio de que allí, al contrario de lo que alegó Israel, muchos palestinos vivían creyendo hallarse seguros.
La escuela-albergue de la ONU “Nueva escuela de ciudad de Gaza para chicos” aún parece serlo desde que hace más de un mes comenzara a alojar gente.
El 13 de julio, cinco días después de que la actual operación militar se iniciara, un río de palestinos del norte de la Franja empezó su peregrinaje hasta las instalaciones, que ya habían vivido la misma tragedia en 2008.
Ahora son 1.500 personas de 260 familias las que conviven hacinadas en las aulas del colegio, algunas de ellas cobijo de hasta cien personas, donde reciben una comida al día y agua.
GHASSAN SABRIN ABU JUSA se levanta cansado del improvisado salón en que se ha convertido una de las terrazas de la escuela y se aleja de la televisión que él y parte de su extensa familia -85 miembros- miran noche y día para escuchar la ansiada noticia que nunca llega: que el conflicto ha terminado.
Alejado del aparato, desconoce que hace unos minutos varios cohetes han sido lanzados desde la franja y que Israel ha decidido retirarse de la mesa de negociaciones, retomando los ataques sobre la franja, después de que ayer ambas partes aprobaran una nueva extensión de la tregua.
“Es lo único que queremos oír (...) No pienso en nada más que en el fin de la guerra. Quizá en el futuro me preocupe de cómo saldremos adelante”, dice este antiguo agricultor que, tras ver sus tierras devastadas en 2008, decidió convertirse en el conductor de un taxi que la nueva guerra le ha arrebatado.
Preguntado sobre su experiencia personal, asegura con firmeza “no tener sentimientos.
“Estoy cansado. Antes fumaba un paquete diario, ahora cuatro”, afirma con un cigarrillo en la boca.
“No puedo pedir ayuda a nadie de mi familia porque ya nadie tiene nada”, continúa Abu Jusa.
Mientras habla, los niños van de un lado para otro escaleras abajo, matando las horas, aprendiendo a convivir con otros cientos en una coexistencia forzada en la que se viven episodios de violencia entre los habitantes fruto de rencillas pasadas, de la tensión acumulada por todos ellos, castigados por años de bloqueo y dificultades.
Abu Jusa pasa el tiempo mirando a ratos la televisión, a ratos a través de la barandilla pintada del azul “Naciones Unidas” de la terraza, que ocupa toda su visión, y reconoce: “Me siento en una cárcel”.