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Suruc, Turquía (DPA)
La luna llena ilumina las colinas de la frontera turca con Siria: Jalil mira fijamente en la oscuridad de la noche. Al otro lado de la frontera se encuentra Kobane, a punto de caer en manos de los extremistas del Estado Islámico (EI). El joven de 26 años luchó en la ciudad kurda siria contra los extremistas antes de retirarse al distrito fronterizo turco de Suruc.
Con sus últimas fuerzas y sintiéndose abandonados por Turquía y Occidente, los combatientes kurdos combaten contra el Estado Islámico para evitar que tome la emblemática ciudad, convertida en un icono de resistencia y perseverancia, cuya situación es sin embargo, desesperada. Casi la totalidad de la población civil ha huido de la ciudad y de sus alrededores.
Los pensamientos de Jalil están con sus camaradadas de las Unidades de Protección Popular kurdas (YPG), que siguen combatiendo para evitar la conquista y la despoblación de sus localidades, utilizando únicamente las armas ligeras de las que disponen contra un Ejército yihadista mucho mejor dotado.
Cada vez más combatientes de las YPG cruzan la frontera y se repliegan a territorio turco, muchos gravemente heridos y a punto de morir, como una combatiente que llega un hospital donde es sometida a una operación de urgencia.
Una hora después llega la noticia: ha muerto a causa de sus heridas, demasiado graves. Mientras, no dejan de llegar ambulancias al polvoriento aparcamiento, hacia donde se apresuran los cooperantes llevando camillas donde son colocados combatientes heridos, tanto mujeres como hombres.
“Hace dos días los comandantes llegaron y nos dijeron que todos los hombres casados que no procedieran originalmente de Siria debían marcharse. Por eso regresé a Turquía”, cuenta Jalil sobre sus últimas horas en Kobane.
El joven se unió al YPG en Siria hace seis meses. “Lo hice porque si no nadie los ayudaba”, explica.
Algunos de los combatientes kurdos rezan pidiendo a dios que envíe a los estadounidenses para bombardear a los extremistas del EI. Otros maldicen su destino de luchar en un combate que parece en vano. Un hombre muestra su ira y frustración: “Queremos que Estados Unidos ataque al EI sin piedad”.
Jalil cuenta que el equipamiento militar de los combatientes kurdos se basa principalmente en fusiles de asalto de fabricación rusa. “Hemos luchado en Kobane sólo con AK-47”, algo insostenible contra las armas pesadas del EI. “Me gustaría que Turquía armara a los kurdos, pero se niega. Es como si quisiera deshacerse de ellos”, se queja.
Cerca, un grupo de jóvenes enmascarados vigila desde un puesto de control levantado de forma provisional. Se presentan como miembros del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), prohibido en Turquía. “Queremos garantizar que nadie cruza la frontera con Siria para unirse al EI”, dice uno de ellos, que cubre su cara con un pañuelo negro.
Las conexión entre los kurdos sirios y el PKK es quizá uno de los motivos de la vacilación de Occidente de armar a las unidades kurdas sirias. Pero los combatientes kurdos son las únicas tropas terrestres que ofrecen resistencia día a día a los yihadistas del EI en Siria.
De vez en cuando se producen ataques aéreos en la frontera. Cada ataque es celebrado por los kurdos. Muchos han llegado desde todo el sureste de Turquía en solidaridad con los kurdos de Siria.
“Veo a los refugiados dormir en las calles, en las mezquitas o donde encuentren un sitio. Incluso en obras”, cuenta el pastor Faisula, de 50 años. “Hay poca comida para ellos. He venido a ayudarlos como pueda”, dice el hombre de Diyarbakir que se ha desplazado para ofrecer lo poco que tiene.
“El mundo entero quiere que el EI desaparezca. No sólo los kurdos, todos quieren”, opina Abul Xalik. Por eso, el jubilado de 63 años que vive en un pueblo cerca de la frontera, se pregunta: ¿por qué solo los kurdos luchan en primera línea en Siria, y por qué apenas reciben ayuda?