Kristen Gelineau, Associated Press
En una habitación de una residencia en las afueras de Amsterdam Miguel Panduwinata se acercó a su madre. “¿Te puedo abrazar, mami?”, le dijo.
Samira Calehr tomó entre sus brazos a su hijo de 11 años, que había estado extrañamente agitado los últimos días, preguntándole sobre la muerte, su alma, Dios. A la mañana siguiente llevó a Miguel y a su hermano mayor Shaka al aeropuerto para que abordasen el Vuelo 17 de Aerolíneas Malayas en el primer tramo de un viaje a Balí para visitar a su abuela.
El niño, quien era normalmente alegre y estaba acostumbrado a viajar, debía sentirse emocionado. Su maleta estaba lista y lo esperaban un paraíso donde podría hacer surf y jetskiing. Pero algo no estaba bien. El día previo, durante un partido de fútbol, Miguel preguntó: “¿Cómo te gustaría morir? ¿Qué pasa con mi cuerpo si soy enterrado? ¿No sentiré nada, ya que mi alma regresa a Dios?”.
Y ahora, horas antes del gran viaje, Miguel no quería soltar los brazos de su madre.
“Me va a extrañar mucho”, pensó Calehr, quien se acostó junto al niño y pasó la noche a su lado.
Eran las 11 de la noche del miércoles 16 de julio. Miguel, Shaka y otras 296 personas que tomaron el Vuelo 17 tenían 15 horas de vida.
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El pequeño Miguel Panduwinata y su madre Samira Calehr
El Boeing 777 que transportaría a sus pasajeros de Amsterdam a Kuala Lumpur, en Malasia, representaba la promesa de una aventura o unas vacaciones soñadas para algunos, la alegría de volver a casa para otros.
El amor y la posibilidad de empezar de nuevo fue lo que hizo que Willem Grootscholten abordase el avión. Era un hombre fornido, de 53 años, un ex soldado holandés, divorciado, que había vendido su casa y se mudaba a Balí para empezar una nueva vida con su adorada Christine, propietaria de una posada.
Se habían conocido de casualidad durante un viaje a esa isla el año pasado.
Christine, quien como es costumbre en Indonesia usa un solo nombre, había escuchado que alguien se había caído de un peñasco y se había lastimado la espalda y recomendó que lo llevasen a un curandero que conocía. Al día siguiente, Grootscholten la llamó para agradecerle.
Se reunieron para tomar un café. Grootscholten regresaba al día siguiente a Holanda, donde trabajaba como portero en un café en el que se vendía marihuana. Pero mantuvieron el contacto a través de la internet y la relación se profundizó. En la víspera de Año Nuevo se le apareció en la puerta de su casa y se quedó tres semanas con ella.
El padre de los dos hijos de Christine, Dustin, de 14 años, y Stephanie, de 8, había fallecido hacía seis años y los chicos se entendieron muy bien con Grootscholten, a quien empezaron a decirle “papi”. Los cuatro siguieron en contacto por la red. Se comunicaban casi a diario vía Skype durante las comidas, el almuerzo para Grootscholten, la cena para los demás.
En mayo, Grootscholten regresó a Balí para celebrar el cumpleaños de Christine y le dijo que quería pasar el resto de sus días con ella. Ella lo llevó al aeropuerto el 3 de junio y le dio un beso de despedida.
Fue su último beso.
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Christine sostiene el retrato de su prometido Willem Grootscholten
Para Rob Ayley, un neozelandés de 29 años, el Vuelo 17 marcó el final de un viaje de un mes por Europa y el inicio de una nueva carrera.
La vida nunca fue fácil para Ayley. De adolescente se le diagnosticó el mal de Asperger y le costaba mucho entender las emociones de los demás. A los 16 años dejó de estudiar y se puso a trabajar en distintas cosas: un restaurante de comidas rápidas, una huerta, haciendo queso... Se obsesionaba con todo lo que le llamaba la atención: autos, su batería y finalmente los perros Rottweiler, cuando sus padres le regalaron un cachorrito.
Se enamoró de una mujer llamada Sharlene. Se casaron y tuvieron dos hijos, Seth y Taylor. La paternidad lo cambió. Estaba decidido a mantener a su familia y se matriculó en la universidad para estudiar ingeniería química. Además, su fijación con los Rottweiler hizo que se propusiese criar perros.
Fue por esa razón que programó un viaje a Europa con su amigo Bill Patterson, dueño de un criadero. Su objetivo era observar Rottweilers y llevarse algunos a Nueva Zelanda para comenzar su negocio.
Los dos pasaron un mes recorriendo Europa, visitando criaderos, bebiendo café, cerveza y comiendo con otros criadores. Disfrutaron recorriendo las autopistas alemanas en un pequeño Peugeot que habían alquilado.
Finalmente, llegó la hora del retorno. El miércoles por la noche Ayley le escribió un correo electrónico a su madre: “Ha sido un viaje largo. Vimos los mejores Rottweiler del mundo, hicimos contactos, entablamos amistades para toda la vida, pero estoy listo para volver a casa. Espero que todo esté bien. Si no hablamos antes, nos vemos el sábado. Con mucho cariño, Rob”.
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Rob y su pasión, la crianza de los Rottweiler
El asistente de vuelo Sanjid Singh también quería regresar lo antes posible a casa. No le correspondía tomar el Vuelo 17, pero quería volver un día antes de lo programado para visitar a sus padres en el estado norteño de Penang, por lo que le pidió un cambio a un compañero.
Hacía solo cinco meses, un cambio similar le había salvado la vida a su esposa, quien también es asistente de vuelo. La esposa aceptó cambiar con una colega que quería tomar el Vuelo 370 de Aerolíneas Malayas. El aparato desapareció camino a Beijing.
El episodio conmovió a los padres de Singh, a quienes les asustaba mucho la idea de que ambos siguiesen volando. Pero Singh era pragmático: “Si me toca morir, me moriré. Es algo que tenemos que aceptar”, decía.
El miércoles llamó a su madre y le dio la buena noticia: había conseguido cambiar de vuelos y regresaría en el 17, lo que le permitiría estar allí el viernes.
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Jijar Singh Sandhu sostiene la foto de su hijo Sanjid
La familia fue también la razón por la que Irene Gunawan tomó el Vuelo 17.
Iba a una reunión familiar anual en las Filipinas. Como siempre, Gunawan, de 53 años, iba a ser el alma de la fiesta.
La mujer era la que ponía una dosis de alegría en su familia. Era la quinta de seis hermanos y tenía una personalidad jovial. Le encantaba la música y siempre quiso salir de su pueblo rural y ver el mundo. Luego de la secundaria, se mudó a Japón para cantar y tocar la batería en un grupo musical. Allí conoció a Budy, otro integrante de la banda.
Recorrieron Europa juntos con la banda y se enamoraron. Se casaron y se instalaron en Holanda, donde nacieron Daryll y Sheryll, quienes hoy tienen 19 y 14 años. Gunawan tomó un trabajo de oficina y le enviaba dinero a su familia en las Filipinas. Budy era supervisor de Aerolíneas Malayas en Amsterdam.
La pareja y sus dos hijos decidieron viajar este año a Pagbilao. Daryll llevaba consigo su equipo de DJ para la fiesta. Pensaban viajar antes, pero postergaron la partida porque había un tifón en las Filipinas.
Finalmente consiguieron asientos en el Vuelo 17.
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Irene Gunawan murió con toda su familia
Albert y Maree Rizk tampoco debían tomar ese vuelo.
Todos los años esta pareja cincuentona de Melbourne, Australia, se tomaba unas vacaciones de un mes con amigos. Recorrieron el mundo, desde Tailandia y Fiyi hasta Europa.
Casi suspenden el viaje este año por compromisos familiares. La familia era lo primero para Albert, un agente de bienes raíces, y Maree, padres de dos hijos y gente muy querida en su comunidad.
Un cambio de planes les permitió unírsele a sus amigos Ross y Sue Campbell. No consiguieron asientos en el vuelo de regreso de los Campbell, pero sí en uno al día siguiente: el Vuelo 17.
Los Rizk y los Campbell tenían una amistad muy estrecha. Habían recorrido juntos Italia, Suiza y Alemania durante un mes y habían cumplido su sueño de escalar el Klein Matterhorn en Suiza.
El martes por la noche cenaron en un restaurante italiano, revivieron todos los buenos momentos y planearon un encuentro en Australia.
Regresaron al hotel, se abrazaron y se fueron a sus habitaciones.
Algunos amigos se sorprendieron de que los Rizk estuviesen dispuestos a volar en Malaysia Airlines. La madrastra de Maree, Kaylene Mann, había perdido a su hermano y su cuñada en el desastre del Vuelo 370.
“Los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio”, dijo una vez Albert cuando un amigo le preguntó al respecto.
La respuesta tenía un doble significado, ya que la casa de Albert había sido alcanzada el año pasado por un rayo.
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Los esposos Sue y Ross Campbell junto a Albert y Maree Rizk. Los dos últimos murieron
El jueves 17 de julio amaneció soleado en Amsterdam.
Antes de encaminarse al aeropuerto, Grootscholten llamó a Christine y los chicos por última vez vía Skype. Estaba tan contento que se puso a bailar.
“Papi los va a ver”, les dijo a los chicos. “Estaremos juntos para siempre”.
Ayley, por su parte, tuvo algunos problemas. Patterson, su compañero de viaje, se había ido el día previo y él perdió el autobús que lo llevaría al aeropuerto. “Estoy esperando por el próximo bus”, le escribió a su esposa en Facebook.
En Malasia, los padres de Singh esperaban ansiosos la llegada de su hijo. Su madre le había preparado sus platos favoritos: camarones picantes, cangrejo con curry, cerdo al horno y vegetales.
Irene Gunawan no veía la hora de reunirse con su familia. Le había pedido a su cuñada que preparase una natilla melosa que le encantaba. La hija de Gunawan deseaba ir a Jollibee, un popular restaurante de hamburguesas.
Samira Calehr y su amigo Aan tomaron con los chicos el tren que los llevaba al aeropuerto. Los muchachos estaban contentos de ver a su abuela. Su otro hermano, Mika, viajaría al día siguiente, ya que no había conseguido asiento en el Vuelo 17.
Se despidieron con un abrazo. Cuando se dirigían a inmigración, Miguel regresó corriendo y abrazó a su madre.
“Mami, te voy a extrañar”, le dijo. “¿Qué pasa si el avión se estrella?”.
“No digas eso”, le respondió la madre. “Todo va a salir bien”.
Hoy la madre piensa que su hijo tuvo una premonición, que sabía que tenía poco tiempo. Se imagina un futuro que ya no sucederá. Shaka no será un ingeniero textil, como soñaba. Miguel no correrá go-kart.
“Debí haberlo escuchado”, se lamenta. “Debí haberlo escuchado”.
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El pequeño Miguel