El Juncal. La ecuatoriana Carmen Carcelén se ha convertido, a sus 48 años, en la “madre coraje” de más de 8.000 migrantes que salen de Venezuela y han pasado por su casa en la provincia de Imbabura, en la que es una de las muestras de solidaridad individual más conmovedoras en Ecuador.
Madre de ocho hijos, esta vibrante mujer solía transportar en 2018, desde la frontera con Colombia hasta el pequeño pueblo de El Juncal (82 kilómetros), a caminantes venezolanos que pretendían cruzar Ecuador a pie en su ruta hacia Perú, hasta que un buen día decidió también darles cobijo en su propia casa.
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Desde entonces, les ofrece un baño, comida, “cama, colchón o alfombra”, sin límite de tiempo.
“Para dormir solo necesitamos sueño, Dios le pague”, le respondieron, y desde entonces es conocida cariñosamente como “Mami”.
Allí, en El Juncal, un pequeño pueblo de apenas 2.500 habitantes, afectado por la pobreza pero cuna de grandes futbolistas locales, los recibe con los brazos abiertos.
En noviembre, cuando ya habían pasado por su casa 6.000 emigrantes, dejó de registrar nombres, pero calcula que su vivienda de ladrillo, bloque y piso de cerámica, ha acogido hasta ahora a unos 8.500.
Cuidar de otros no es nuevo para esta mujer que, a los 10 años, se vio en la calle porque su padre alcohólico la echó de casa.
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Carmen plantó cara a las dificultades y a la pobreza, y se hizo cargo de algunos de sus nueve hermanos, unas circunstancias que, lejos de sumirla en la desesperanza, la han convertido en una mujer fuerte y de una solidaridad inclaudicable.
Amante de la alta costura, vio truncada su vocación por un matrimonio a los 18 años y señala: “Cada vez que entraba a un curso estaba embarazada”, dice a Efe.
Sin haber culminado el colegio, desde hace treinta años vende frutas en el mercado de Ipiales, ciudad colombiana fronteriza con Ecuador.
No tiene grandes ingresos, pero si gana 100 ó 200 dólares los invierte en comida para los venezolanos, a quienes acoge en los ocho dormitorios de su casa, en la sala, e incluso en carpas en el patio.
Allí esperan pequeñas bultos amarrados con cuerdas, mientras una treintena de venezolanos -un bebé entre ellos- descansan a la sombra antes de continuar viaje a Perú.
“Vengo caminando desde hace siete días”, dice un joven a Efe. “En migración me pidieron el pasado judicial apostillado”, comenta otra antes de que una tercera confiese: “Como no teníamos, pagamos 25 dólares para que nos pasen por la trocha”.
“¡A mí me estafaron!”, reclama un cuarto venezolano, juntando su queja a la de otro, de un grupo de cuatro, a los que en la ciudad de Tulcán les ofrecieron una “buena paga” por limpiar a fondo una casa.
Al final, cuenta furioso, se repartieron cinco dólares entre todos.
En medio de los migrantes, Carmen camina por su patio sembrando esperanza y soltando chistes para aligerar penas, mientras organiza a quienes deben acudir a un médico y prioriza a los que les pagará el viaje en autobús (embarazadas, ancianos o personas con discapacidad).
“Para mí, lo más grande es que un venezolano pueda irse desde aquí en carro hasta el Perú porque creo que para sufrir ya atravesaron todo su país y todo Colombia”, dice al revelar que ella costea el traslado hasta Ibarra, a unos 46 kilómetros, donde reciben asistencia de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Orgullosa de su fe católica, Carmen recibe víveres de solidarios, cose y cocina para otros, siempre con la fe en Dios de que el dinero le alcance.
Para colmo, ha perdido los ingresos que antes obtenía por acoger turistas, que ya no le llegan porque no quieren “mezclarse” con los venezolanos, algunos de los cuales se quedan boquiabiertos al ver su tez negra.
Y recuerda que le decían: “¡Pensábamos que era una vieja gorda y bien puesta. De esos blancos a los que les sobra la plata y no saben qué hacer con su dinero. Lo que menos esperábamos era encontrarnos con una negrita!”.
Para esquivar lo que considera una muestra de “racismo”, Carmen se presenta como la “encargada” de la casa, y llora de indignación por la inacción de ciertas autoridades ante las historias de venezolanos que llegan con lo mínimo.
“La mayoría viene sin maletas, porque les roban en el camino, sin zapatos”, apunta, y les ofrece “disculpas” porque no tener “ni una vajilla adecuada”.
El breve paso por su casa establece a veces vínculos inquebrantables y recuerda la llamada de uno que regresó a Venezuela en enero.
“¡Mamá, no sé qué hacer!”, le dijo sobre su hijo ingresado en un hospital y que no había comido tres días: “¡Como no hay camas, está en un cartón!”.
En otra llamada, hace unos días, le comentó que vendería su celular para llegar de nuevo a Ecuador.
Pero también tiene las de otros “hijos” que le mandan vídeos desde Perú, uniformados de chefs, “porque la mayoría son profesionales”, dice orgullosa una mujer que ha demostrado que en su corazón cabe el mundo y le sobra espacio.
Fuente: EFE