“El hombre es la computadora más barata, de menor peso, no lineal y multipropósito que puede ser producida en masa por trabajo no calificado”. Esta ingeniosa frase, supuestamente utilizada por la NASA para justificar los viajes espaciales tripulados a mediados de los años sesenta, va dejando poco a poco de ser cierta.
El trabajo académico más conocido sobre el potencial de las computadoras para reemplazar a los trabajadores, de la Universidad de Oxford, estima que el 47% de los empleos actuales en Estados Unidos está en riesgo de ser automatizado conforme los salarios esperados se hacen más altos y los costos de la tecnología más bajos. En Inglaterra se calcula que un tercio de los empleos podrían sucumbir a la inteligencia artificial en los próximos 20 años.
Pero lo cierto es que tampoco hay que esperar décadas para empezar a ver el potencial de la automatización. La demanda por cajeros de banco, agentes inmobiliarios, traductores, agentes de viaje y contadores ya ha cedido espacio a los algoritmos. En la misma lista esperan su lúgubre turno no pocos transportistas, abogados, periodistas y hasta médicos.
¿Cómo puede prepararse el Perú para este cambio global tan profundo como inminente? La agenda pendiente pasa por los trabajadores, las empresas y el Estado.
Por el lado de los trabajadores, estos tienen el reto de buscar especialización en función –cada vez mayor– a la demanda real de empleo. Herramientas como el portal Ponte en Carrera, del Ministerio de Educación e IPAE, son útiles en este sentido, pero solo ayudan a identificar la demanda pasada por empleo, no la futura.
La clave está en la inversión en capital humano adaptable y flexible a nuevas circunstancias, con cierto énfasis en “habilidades blandas” que permitan reconversiones laborales relativamente rápidas.
Por su parte, los empresarios peruanos deben empezar a aprovechar mejor las facilidades que hoy les permite la tecnología. El horario flexible y la participación remota de trabajadores –el teletrabajo– tienen el potencial de incorporar a millones de personas al mercado laboral y ofrecen la oportunidad de contratar a empleados de cualquier parte del mundo.
El teletrabajo puede ser especialmente importante para aquellas personas hábiles pero con dificultades para trasladarse, y también para las miles de mujeres con educación y experiencia que decidieron dejar su trabajo para cuidar de sus familias cuando la única alternativa que les ofrecieron fue de diez horas en la oficina o nada. Más allá del efecto social de inclusión laboral, las empresas y la sociedad no pueden darse el lujo de seguir desperdiciando ese capital humano.
Finalmente, el Estado debe crear condiciones laborales adecuadas para la nueva demanda. Y aquí la regulación debe repensarse. El reglamento del teletrabajo tiene aún serias deficiencias que lo hacen poco práctico. El concepto de estabilidad laboral empieza a ser permeado por oportunidades de trabajo como las que ofrece Uber (¿son los taxistas que usan esta aplicación empleados con derecho a beneficios o no?). La idea del salario mínimo pierde poder cuando puedo contratar virtualmente a alguien en El Salvador o en la India para que haga el cálculo o diseño que necesito en mi empresa por una fracción del costo local.
Adicionalmente, el Estado tendrá la responsabilidad de manejar las expectativas y ansiedad que la tecnología trae. De hecho, la falta de programas de reconversión laboral para trabajadores en edad madura que perdieron su empleo es lo que explica en parte la decepción de sectores de Estados Unidos con su ‘establishment’ y la victoria de Donald Trump. Esta tendencia bien podría acentuarse.
Como en algunas películas, la sinergia hombre-máquina ofrece oportunidades enormes de mejora de la productividad y de la calidad de vida. Depende de nosotros poder aprovecharla y que la tecnología –como sucede en otras películas– no nos pase por encima.