Si creíamos que el peor legado del conflicto armado interno fueron las muertes de tantos peruanos inocentes, posiblemente nos estemos quedando cortos: está, además, la humillación después de la muerte. Desde la indiferencia más inocente hasta la necrofilia más vil, los excesos del terror fueron más allá de las vidas que truncaron porque supieron llegar también al imaginario, la tradición y el recuerdo de aquellos deudos que sobrevivieron a la peor carnicería humana de nuestra historia reciente. Ese es al menos uno de los ejes de “La cautiva”, obra que el teatro La Plaza estrena esta semana bajo la dirección de Chela de Ferrari y un elenco de jóvenes actores de gran talento. Aunque una hora y cincuenta minutos zambullido en la remembranza de las pasiones más escatológicas de una guerra sin cuartel puede ser la más angustiosa prueba de resistencia para cualquier espectador, el guion del escritor peruano Luis Alberto León y el cuidado estético de su escenificación permiten al público digerir el infierno sin riesgo de asfixia. Ese es quizá el mayor mérito artístico de la propuesta de Chela de Ferrari: hacer del contrapunto entre la vida idílica de una adolescente ayacuchana y la opacidad de la morgue que la alberga minutos después de su muerte, la alegoría de un país atrapado e incendiado por sus odios más complejos. Porque es en esa ruinosa sala de necropsias –escenario del único acto de la obra– donde se ensaya una radiografía del Perú andino de los ochenta, animado por sus ilusiones y sus fiestas pero al mismo tiempo opacado por su violencia. Aunque la obra guarda un paso lento en su primer tercio y tarda en exponer las bondades de su registro, una vez que lo hace, la orquestación de sus componentes es lúdica, consistente y precisa. Guion, dirección, actuaciones, sonido y ambientación guardan un nivel de profesionalismo tan homogéneo, que contribuyen a que esa coreografía de la ambivalencia fluya con el ritmo indispensable que una atrocidad como aquella requiere para ingresar sigilosa a la memoria y al corazón del espectador. ¿Qué significa una obra de este tipo en Larcomar? ¿Es la locación escogida una parte de esta alegoría que trasciende a la escena, o es que solo se trata de un incómodo baño de historia para un sector habituado al encapsulamiento? ¿O es que todo es, simplemente, una inocua circunstancia? Sea cual fuera la razón, que un pedacito del Perú profundo de ayer se inserte en uno de los símbolos de la afortunada Lima de hoy debería servirnos como motivo de reflexión, si no de integración y hasta reconciliación. Es sabido que algunos temas, por controversiales, pueden significar grandes riesgos comerciales y hasta políticos para sus productores, y aun así nada de esto asegura la calidad artística. Pero cuando se aborda una herida nacional con la prudencia de no caer en los maniqueísmos tradicionales de caricaturizar a los bandos y se tiene la honestidad de hurgar en las justificaciones más intrínsecas de sus verdugos, es quizá cuando estamos frente a un trabajo que conjuga la historia y la ficción para convertirlas en arte. Un arte que, esperemos, les lleve a algunas masas aquel universo complejo y vecino que en su momento, por indiferencia o cerrazón, muchos supimos ignorar