La Constitución de 1993 es un texto que debe ser interpretado en forma integral. Es decir, no se puede extraer de ella una norma de manera inconexa. Es lo que la doctrina conoce como el principio de unidad de la Constitución, que obliga a no aceptar en modo alguno la interpretación aislada de una norma, pues resulta imperativo realizar una actividad hermenéutica con respecto al conjunto del texto.
El artículo 133° de la Constitución precisa que el presidente del Consejo de Ministros puede plantear ante el Congreso una cuestión de confianza a nombre del consejo, y agrega: “Si la confianza le es rehusada, o si es censurado, o si renuncia o es removido por el presidente de la República, se produce la crisis total del gabinete”.
En el artículo siguiente, el texto de 1993 reitera una facultad que ya la Carta de 1979 contemplaba para el presidente de la República, y que fue extraída del sistema parlamentario e incrustada a nuestro esquema constitucional: la de disolver el Congreso y convocar, en tal eventualidad, a elecciones para un nuevo Congreso.
Así, el artículo 134° sanciona: “El presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si este ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros.
El decreto de disolución contiene la convocatoria a elecciones para un nuevo Congreso. Dichas elecciones se realizan dentro de los cuatro meses de la fecha de disolución, sin que pueda alterarse el sistema electoral preexistente.
No puede disolverse el Congreso en el último año de su mandato. Disuelto el Congreso, se mantiene en funciones la Comisión Permanente, la cual no puede ser disuelta. No hay otras formas de revocatoria del mandato parlamentario”.
No tengo duda de que, siguiendo una interpretación sistemática de la Constitución, si el presidente del Consejo de Ministros hace cuestión de confianza respecto del pedido de facultades legislativas y le es rehusada, queda el presidente de la República facultado a disolver el Congreso. Ojo que la decisión de solicitar o no la cuestión de confianza es una potestad del presidente del Consejo de Ministros y no del presidente de la República; por lo que, si aquel no hace cuestión de confianza, el presidente de la República carecería de tal atribución, aun cuando las facultades legislativas no se hubiesen concedido.
Creo que Pedro Cateriano es consciente de que disolver el Congreso en estos momentos sería una aventura irresponsable, pues no solo agravaría una situación de crisis de manera innecesaria, sino que además implicaría convocar a elecciones para elegir a un Congreso que ejercerá funciones menos de un año, pues será reemplazado por el que ingrese en julio del 2016. Además de ser uno en el que, con toda seguridad, el partido de gobierno obtendría una menor representación.
Es bueno recordar que, en el caso de disolución del Congreso, no se disuelve la Comisión Permanente, que es una suerte de pequeño Parlamento cuyo número no excede del 25% del total de congresistas. En esta comisión –que goza de representación proporcional de los grupos parlamentarios– también participa la Mesa Directiva del Congreso. Así, si la oposición se hace de la Mesa Directiva antes de la eventual disolución –lo que podría acelerarse vía la censura de la actual directiva–, la mayoría de la Comisión Permanente la tendría la oposición y, por lo tanto, el gobierno habría adelantado un escenario peor. Cuando uno juega con fuego, a veces termina quemándose.