La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU (2006), suscrita y ratificada por nuestro país, se aleja del enfoque médico tradicional al reconocer que la discapacidad no es una condición estática, sino que evoluciona con el tiempo y que es el resultado de la interacción entre la condición de la persona y las barreras o las oportunidades que encuentra en su entorno. La discapacidad es entonces una construcción social.
En nuestro país y en el mundo, es innegable que el colectivo de personas con discapacidad sigue siendo uno de los más invisibles, excluidos y discriminados. Cuando se suman otras variables como género, etnia, ubicación geográfica o ingresos, las oportunidades ceden el paso a las barreras y la exclusión.
Las cifras son contundentes. De acuerdo con el INEI (2012), el 95% de infantes con discapacidad entre 0 y 3 años no acude a programas de intervención temprana, el 62,8% de la niñez con discapacidad entre 3 y 5 años no acude a centros de educación inicial, el 36,9% de la niñez entre 6 y 11 años permanece en sus casas, el 49,2% de adolescentes entre 12 y 17 años no asiste a escuelas secundarias, y el 85,9% de adultos entre 18 y 24 años no recibe formación para el trabajo. Más aún, de cada 100 personas con discapacidad en edad de trabajar, 94 están subempleadas o desempleadas.
Existen varias razones para entender la magnitud de esta exclusión. El prejuicio y la desinformación acerca de sus capacidades y su potencial de aprendizaje; la escasez de espacios educativos y la deficiente calidad de los servicios que ellos ofrecen; la ausencia de un transporte accesible y seguro, y las innumerables barreras arquitectónicas y urbanísticas, entre otras.
No solo eso, el actual Código Civil peruano limita el ejercicio de los derechos de los peruanos con discapacidad, en especial de aquellas personas con discapacidad intelectual y psicosocial, al señalar que son “absolutamente incapaces aquellos privados de discernimiento y son relativamente incapaces los retardados mentales y los que adolecen de deterioro mental que les impide expresar su libre voluntad”. Para estas personas –cuya caracterización está basada en criterios médicos cuando no en prejuicios– el ejercicio de su ciudadanía está recortado, y se establece que otros deben tomar las decisiones por ellas. Incluso personas que trabajan, o las que quieren acceder a una pensión o al seguro social como hijos mayores de edad con discapacidad, se ven sometidas a una interdicción que limita sus derechos civiles, económicos, políticos y sociales.
La agenda pendiente es grande, pese a los avances realizados. Atender a la primera infancia, con un diagnóstico temprano y oportuno y servicios de rehabilitación en cada región, es una prioridad. Contar con un plan que permita terminar con el actual doble sistema educativo (discriminatorio en tanto se basa únicamente en la condición de discapacidad del estudiante) y asumir la educación inclusiva en todas las escuelas, asegurando la formación en habilidades y competencias que promuevan la inclusión social de todos los estudiantes, es otra. También lo es implementar un plan nacional de accesibilidad en áreas como transporte, comunicaciones, información, adecuación urbana y arquitectónica –esto vale también para las escuelas–. Y reformar el Código Civil, tarea para la cual se conformó una comisión especial en el Congreso, y cuyas recomendaciones debieran recogerse.
La agenda es ambiciosa, pero no imposible. Estamos seguros que el presidente electo honrará su palabra.