Una América Latina convulsionada nos pone una vez más en una posición inusual, viendo un tren que pasa a toda velocidad desde la relativa calma de los andenes. Hace dos décadas, otro tren, con origen en la estación Caracas, inauguró una ruta “rosada” que paró por muchos países de la región sin pasar por estos lares, a pesar de estar muy cerca en el 2006. Como Derek Zoolander al final de la pasarela, el modelo Perú tampoco giró a la izquierda. Hoy, como entonces, nos encontramos nuevamente en los márgenes de esta coyuntura regional. ¿Qué nos diferencia del resto del continente?
Hay, obviamente, numerosos factores, y pocos que puedan explicar por igual la marea rosada de entonces con los eventos menos cohesivos de ahora. Pero una diferencia persiste. En mi tesis doctoral, en la que examino los efectos de la apertura comercial en Argentina, Bolivia y Perú en la primera década de este siglo, señalo que existen cruciales variaciones en la distribución geográfica de los ganadores y perdedores de la globalización en los tres países.
Así, mientras que en Argentina y Bolivia aquellos que gozaron poco o nada de los beneficios de las reformas se encontraban muy cerca de la capital, en el Perú el malestar con la globalización destacaba en ciudades o pueblos alejados del centro político. En Argentina, las ganancias se concentraron en el campo, mientras que el sector manufacturero urbano se fue a pique. El cinturón industrial que rodea Buenos Aires fue el epicentro de piquetes y movilizaciones sociales que antecedieron la elección de Néstor Kirchner. En Bolivia, dos presidentes sucumbieron ante la presión de la calle, sobre todo desde La Paz y El Alto, antes de la primera elección de Evo Morales.
En el Perú, en cambio, Lima y la costa han concentrado las ganancias del ‘boom’ de materias primas (pleno empleo en Ica, desarrollo agroexportador en la costa norte) mientras que en la sierra y la selva las movilizaciones, atomizadas y fragmentadas, han sido una constante. Mientras escribo estas líneas, el gobierno ha decretado el estado de emergencia en un tramo del corredor minero Apurímac-Cusco-Arequipa. Pero en aquellos espacios del territorio nacional la capacidad de movilización y acción colectiva es significativamente menor, en una geografía accidentada, complicada, con pocos medios de comunicación y transporte. No es lo mismo protestar y movilizarse en una ciudad con metro que en medio de la selva. Como me comentó Martin Scurrah en una entrevista, ¿cómo vas a presionar al gobierno nacional desde Iquitos?
Las protestas y movilizaciones en la capital tienen un impacto tangible y simbólico sobre el gobierno. Se dice que el presidente Juscelino Kubitschek justificó el traslado de la capital de Brasil de Río de Janeiro a Brasilia argumentando que una huelga de tranvías podía provocar la caída del presidente de la República. Lenín Moreno pareció entenderlo muy bien cuando tomó la decisión de mover la capital de Quito a Guayaquil, quizás salvando así a su gobierno de una crisis irreversible.
Muchas de estas condiciones se mantienen hoy en el Perú, más allá de otros factores. No todo es tan determinista desde luego, y hay circunstancias que han oxigenado el sistema político en esta reciente coyuntura en particular. Pero persiste, ahora como hace dos décadas, una barrera geográfica entre ganadores y perdedores que mantiene a estos últimos relativamente distanciados del poder político en Lima. Y Lima, la capital, por su altísimo nivel de informalidad, pero también por concentrar gran parte de los beneficios de la globalización, parece ofrecer pocas condiciones para grandes movilizaciones. Aunque la realidad pueda desmentir esto mañana, la evidencia de los últimos 20 años sugiere que este tren de cambios también pasará de largo por la estación Perú.
Como afirmaba Raymond Aron, “el incendio, a pesar de ser provocado por un pequeño grupo de revolucionarios, no se hubiera extendido si no hubiera alcanzado material inflamable”. La húmeda estación Lima no parece prestarse para ello, por ahora.