En más de una oportunidad he escuchado decir a distintas autoridades que estamos en guerra. Dicen que el enemigo es invisible, que el personal de salud es la primera trinchera y que soldados somos todos. Así que, como buenos combatientes, hemos de obedecer las órdenes, sin dudas ni murmuraciones. La metáfora de la guerra busca graficar la gravedad del problema al que nos enfrentamos. Hasta ahí, bien. Pero el uso del lenguaje bélico no es para tomárselo a la ligera. No en un estado de excepción y en un país con heridas de una guerra abiertas 20 años después de pelearla.
La guerra tiene sus reglas y ni por asomo se aplican aquí. En un escenario de vil desenfreno, el derecho internacional humanitario pretende hacer menos cruentos los conflictos armados. El uso de la fuerza se flexibiliza, pero se mantienen intactos los límites para proteger a civiles que no participan de hostilidades, heridos, enfermos, y restringir medios y métodos de combate. Ahí, el único fin válido es debilitar la capacidad militar del enemigo. Y bajo el nombre de “daño colateral”, las bajas se permiten: si es un objetivo militar, se toman medidas para minimizar daños y la ventaja militar es mayor al daño.
Pero cuidado. Estas reglas alivian la crueldad de una guerra, pero al ser más permisibles deben regir únicamente cuando existe una. Y ese no siempre ha sido el caso, si no, recuerden la “guerra contra el terrorismo” declarada por Bush. Sé que se usa la afirmación de manera coloquial, pero este no es un conflicto armado. No hay bandos enfrentados. O legalmente hablando, no hay una situación de violencia armada prolongada entre fuerzas gubernamentales y grupos armados organizados, o entre estos últimos. No somos soldados, somos ciudadanos. Los militares están en las calles, pero para protegernos. Eso es razón suficiente para colaborar con ellos. Por el poder que tienen, sin embargo, es peligroso usar un discurso bélico que pueda sembrar la idea de una flexibilización del uso de la fuerza.
Los riesgos de un mensaje equívoco pueden ser altos. Primero, porque estamos en un estado de emergencia. Los contextos donde se restringen libertades individuales han sido históricamente tierra fértil para el abuso de poder. Bajo el velo de la seguridad nacional se suelen colar arbitrariedades minimizadas por la coyuntura excepcional. Y entonces se aplaude al militar que golpea y humilla al joven infractor, o al oficial que veja a mujeres trans obligándolas a hacer sentadillas. Siempre habrá esos casos a los que llamaremos ‘excesos’; hasta que nos toca. Queremos confiar en las fuerzas del orden, no temerles.
Segundo, porque hace unas semanas, el Congreso sacó una ley que flexibiliza el uso de la fuerza policial. La inconstitucionalidad de ciertos artículos, como la eliminación del principio de proporcionalidad, fue advertida por la Defensoría del Pueblo. Pero queda el mensaje de la mayor permisibilidad en el uso de la fuerza. Más si se habla de un derecho “a la legítima defensa” de las fuerzas policiales, una figura pensada para civiles.
Como dice Adriano Iara, funcionario de la Cruz Roja Italiana, en un artículo donde advierte los riesgos de este lenguaje, no es la primera vez que este se usa frente a hechos que desafían a la humanidad. El discurso de la guerra, sin embargo, da a entender que ningún sacrificio es excesivo. Importar este lenguaje para detener una pandemia, agrega Iara, a largo plazo, puede distorsionar lo que debe regir en tiempos de paz y de guerra. Aunque sea útil para ejemplificar la dimensión del suceso, lo mejor es dejar el discurso bélico para los conflictos armados que sí se están librando en otros países, donde hace años que la amenaza a la vida ya se ha vuelto una triste normalidad.
*La autora es asesora de la alta dirección de la Defensoría del Pueblo.
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