Les pido perdón por ser más historiador que político en esta reflexión sobre la vida de Fidel Castro. Tratarlo de asesino, sin más, es empobrecer la discusión sobre un personaje que marcó la vida de los latinoamericanos, como Augusto Pinochet la de los chilenos. Ambos, cada uno desde su extremo, llevan muertes a cuestas pero en tanto que hombres que ejercieron el poder por décadas, la revista de sus trayectorias no puede limitarse a un aspecto, ni aun si se trata de lo más sagrado: la vida. ¿Cómo recordar entonces al líder de la revolución cubana?
En primer lugar, Castro es el rostro latinoamericano de la Guerra Fría, es a través de él que comprendimos que había dos potencias y dos sistemas en pugna por el control del planeta y que, aun sin desearlo, estábamos involucrados en el enfrentamiento. Ya sea durante la crisis de los misiles de octubre de 1962 o en su recordado discurso ante la ONU en 1979, en representación de los países no alineados, con Castro entendimos que jugábamos un rol en la política planetaria o al menos queríamos jugarlo.
La revolución, el socialismo y la posibilidad de expandirlos por toda América Latina es otro aspecto clave para pensar a Castro después de su muerte. Todo en su contexto. En 1959 el socialismo era una utopía que millones de seres humanos creían posible, pero mientras este sistema significaba la opresión de los soviéticos y europeos del este, para nuestras entonces jóvenes generaciones latinoamericanas fue el espejismo de un futuro con justicia e igualdad, tal y como rezaba el discurso revolucionario, aunque este poco o nada se pareciese a su realidad.
Por otro lado, Fidel Castro es el resultado de la equivocada política exterior estadounidense frente a nuestra región. Sin mayores distingos entre las políticas del “gran garrote” y “el buen vecino” de Theodore y Franklin Roosevelt, respectivamente, Estados Unidos convirtió a las naciones caribeñas en meras repúblicas bananeras, cuando no en prostíbulos y salas de juego. Por eso la revolución castrista comenzó como un movimiento nacionalista. La otra equivocación la reconoció el propio Kennedy, quien señaló que, en 1959, cuando Castro viajó a Washington tras su victoria, debieron recibirlo con los brazos abiertos. Eisenhower, en cambio, lo desplantó aduciendo que tenía pendiente una partida de golf. Es así que Estados Unidos creó su propio monstruo a apenas 80 millas de sus costas. Agredido sostenidamente por su colosal vecino, muy poco tiempo después de la revolución, Castro y su régimen cayeron completitos en manos del líder soviético Nikita Kruschev y abrazaron el socialismo.
Con el paso de las décadas, la revolución envejeció al igual que sus líderes. Los primeros tiempos fueron la gloria: por eso la euforia inicial soslayó la pésima relación del régimen con los derechos humanos, la implacable persecución de la disidencia, los juicios sumarísimos a los opositores y hasta la penalización de la homosexualidad. De lo último recientemente se disculparon pero lo demás es, hasta hoy, el crudo testimonio de los excesos a los que lleva cualquier totalitarismo, ya sea de izquierda o de derecha.
Fidel Castro fue hábil e inteligente. Fue un autoconvencido de la causa que lideró, capaz de introducirla en la posguerra fría y conducirla hasta el 2006, superando los pronósticos más optimistas. Pero se ha ido, finalmente se ha ido y nos deja un legado que se devanea entre la justicia social, el idealismo y la peor pesadilla orwelliana. Su trayectoria acaba de concluir pero el debate historiográfico recién comienza, dejen a la historia hacer su trabajo, pues para Castro la política, tanto como la vida, finalmente han terminado.