Se caía de maduro. La violencia en el fútbol se ha convertido en un problema muy serio ante la clamorosa inanición de las autoridades. Ir al estadio requiere ahora tomar precauciones inimaginables para nuestros padres. De pronto, el gobierno ha promulgado el reglamento de la Ley N° 30037, con el objetivo de prevenir y sancionar esta violencia.
El reglamento dispone el empadronamiento obligatorio de los barristas, y la prohibición de sus concentraciones previas a los partidos. También se prohíbe usar banderolas, pintarse el rostro, alentar con instrumentos musicales y realizar cánticos y expresiones provocativas y violentas en las tribunas. Aunque algunas de estas medidas son justificadas, otras son excesivas y hasta absurdas, mostrando desconocimiento de la complejidad sociológica del fútbol y limitando el logro del mismo objetivo propuesto.
En contextos donde la gente tiene una creciente necesidad de reconocimiento y movilidad social, el fútbol no es un mero deporte, sino una actividad que permite expresiones públicas de identidad y descarga emocional. En los estadios del mundo, la “fiesta del fútbol” no ocurre solo en el campo de juego sino en las tribunas, donde los hinchas pueden cantar, gritar y alentar el club de su preferencia, y la competencia pasa al ámbito del espectáculo como una manera de alejarla del enfrentamiento callejero. Por cierto, esta fiesta debe ser para todos, dejando fuera las expresiones extremas del racismo y xenofobia. Para esto ya existen disposiciones internacionales que personal especializado puede hacer cumplir. En países vecinos como Chile y Colombia, ya se tienen policías capacitados para controlar los desbordes de los aficionados, y no solo se recurre a los varazos o embestidas a caballo como lamentablemente ocurre en el Perú.
En nuestro país, es cierto que algunos estadios se han convertido en “tierra de nadie”, donde la falta de control implica que las familias ya no disfruten juntos los partidos como antaño. Incluso los vecinos del estadio Monumental se encierran en sus propias casas antes y después de los partidos. Pero prohibir los instrumentos musicales o que los hinchas vayan con caras pintadas en los estadios o que no realicen coreografías de aliento a sus colores, es un absurdo. ¿Dónde se ha visto un partido de fútbol así? ¿Cómo se pretende implementar tamaño despropósito? ¿Será esta otra norma impracticable como muchas que ya tenemos en el Perú?
Pero esto no es todo. Walter Oyarce, cuyo hijo fue asesinado en un estadio por fanáticos de clase alta enardecidos, ha señalado que la principal debilidad de la norma es no tomar en cuenta a los principales actores de este drama –los barristas mismos–. En efecto, la debida preparación de las autoridades policiales puede combinarse con medidas de autorregulación de las propias barras, como ya está ocurriendo sin que las autoridades presten atención. En los últimos meses en Lima sur y Lima norte, los propios líderes de las barras han organizado siete conversatorios, buscando transformar su enorme potencial de organización en una fuerza de cambio positivo. Esfuerzos similares se han realizado en Trujillo y Ayacucho. No obstante, el gobierno saliente ha preferido ignorar estos esfuerzos y optar por el camino facilista de la prohibición. Sin embargo, no hay cambio posible sin la participación de los propios barristas, ellos son parte de la solución. Ojalá se entienda.