Más allá de la triste ironía de que la polémica ‘ley pulpín’ haya sido obra del presidente Ollanta Humala, otrora candidato de los sectores más vulnerables y de la clase trabajadora, lo cierto es que esta norma contiene –más que errores sustanciales– ciertas trampas que distorsionan el fin que dice perseguir.
La primera proviene del hecho de que es de esperar que muchas empresas incumplan la prohibición que hay en la ley de despedir a empleados existentes para contratar a jóvenes más baratos que –bajo el nuevo régimen ‘pulpín’– les generen ahorros o un incremento en sus utilidades. Después de todo, el Ministerio del Trabajo y Promoción del Empleo tiene serias limitantes para fiscalizar adecuadamente que esta distorsión a la norma no ocurra. Así, se afecta a trabajadores jóvenes que no están en el régimen especial y que serán reemplazados por nuevos jóvenes con derechos disminuidos. Pero también se afectará a personas con edades por encima del rango de edad al que se aplica la norma (de 18 a 24 años): estos, por ser ahora laboralmente más caros, se empezarían a sacrificar para ser reemplazados por jóvenes con beneficios disminuidos. Por ello es difícil pensar que sea cierto –como dicen los defensores de la ley– que esta “no quita, sino concede derechos a quienes antes nada tenían”.
Si la intención de la ley era –realmente– promover la formalización, cabe preguntarse por qué no se limitó el alcance de tan polémica norma para las empresas que suelen ser informales. Es decir, la microempresa, pequeña y hasta mediana empresa. En cambio, se incluyó a las grandes empresas (ejemplo: grandes mineras o bancos) que no son –precisamente– empleadores informales y que ahora tendrán a su disposición mano de obra más barata. Por el bien del país y el bienestar de millones de trabajadores, esperamos la pronta derogación o declaración de inconstitucionalidad de la tramposa ‘ley pulpín’.
En paralelo a tan necesaria derogación, y si el gobierno quiere promover la formalidad, entonces podría reducir la tasa del Impuesto a la Renta de 30%, que la Sunat cobra –por igual– tanto a mineras como a bodegas atendiendo a la capacidad contributiva o dimensión económica de cada contribuyente. Así, la tasa podría reducirse proporcionalmente a 21% o 15%, dependiendo del volumen de los ingresos de la empresa en cuestión, tal como funciona en el régimen de las personas naturales. Así, se bajaría la valla para que pequeños empresarios se animen a incorporarse a la formalidad, no a costa de los beneficios laborales de los trabajadores de a pie, sino vía incentivos tributarios.
Por último, se sabe que mucha informalidad laboral existe debido al abuso de la figura del “independiente”: verdaderos trabajadores reciben su pago por medio de recibos por honorarios, para así evitar reconocerles los beneficios sociales. Es el caso, por ejemplo, de muchas empresas donde esta mala práctica es conocida e –incomprensiblemente– tolerada por nuestras autoridades. He aquí otra oportunidad que tiene el Estado si realmente quiere revertir el problema social, económico y moral de la informalidad, sin necesidad de inocular normas como la ‘ley pulpín’ que den pie a la trampa.