Con Juan se ha ido lo mejor de mi generación. Antes quisiera distinguir, con la mayor precisión posible, los términos con que debemos referirnos a Juan Zegarra Russo. Lo puedo hacer yo –y más aún lo debo hacer– porque cuento con la ventaja de haber compartido con él setenta años de amistad, trabajo y empeños para abrir nuevos horizontes en el Perú. Lo hicimos en el periodismo, en la economía y en la conducta social. Compartimos también eso que, con cierta sorna, llamábamos “el amargo pan del destierro”.
Compartimos también la aventura de escondernos en una casa anónima cuando la policía nos perseguía por el delito de pensar distinto. Y, cuando nos entregamos, compartimos también el calabozo lleno de pulgas de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) de Pueblo Libre. Oficiales del Ejército Peruano nos metieron en un avión que nos llevó, indocumentados, a Buenos Aires.
Las jornadas de esta aventura fueron largas y sin horizonte. Duraron lo que duró la dictadura militar 1968-1980. Finalmente –como ocurre cuando se disputan no dólares sino valores–, salimos victoriosos y, más que nosotros, el pueblo peruano.
Hoy Juan debe estar sonriendo al ver cómo los inventores de esa farsa de la libertad de prensa –a espaldas del lector– que los coroneles querían imponer al Perú son los que están ahora sometidos a la vigilancia de los medios que querían doblegar. Medios que, como consta a los peruanos, descubren casi a diario lo que querían y aún quieren seguir ocultando. Recordamos que la primera declaración del actual presidente fue que su modelo de libertad de prensa era el adoptado por Juan Velasco. Es bueno que lo esté olvidando.
Con Juan nos conocimos al ingresar a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; optamos luego por la doctoral de Literatura y finalmente recalamos en la Facultad de Derecho. Fuimos capturados para llevar a cabo una nueva revolución sin cadáveres: la del periodismo objetivo que planteó Pedro Beltrán del diario “La Prensa”. Juan asumió, por méritos propios, la jefatura del departamento editorial, desde el cual desarrolló su docencia en cuanto a la economía de mercado, a las finanzas públicas, a la necesidad de la inversión extranjera directa, a la condena de la inflación y del control de precios; en general, a la política que siguen hoy los países más prósperos del mundo. Con Juan se ha ido quien en el Perú contribuyó más a esa sensatez.
Juan era un portento de memoria y sindéresis. Alguna vez en mi casa recitó de memoria, no unas cuantas estrofas sino toda “La vida es sueño”, de Pedro Calderón de la Barca. Redondeando el folleto póstumo que escribió Beltrán poco antes de morir, hacía cálculos sorprendentes. Aunque ahora hay once veces y medio más dinero que en 1968 –decía–, no vivimos once veces y medio mejor que entonces, ni siquiera ocho veces mejor, ni cuatro veces, ni dos veces, ni una vez y medio. Ni siquiera vivimos igual que antes; vivimos peor que antes de la revolución. Y como respaldo, sacaba el cuadro de los sueldos y salarios reales. ¿Cómo no recordar esos trajines ahora que Juan ha ascendido a mayores y mejores alturas?