El COVID-19 le va a atestar un golpe brutal a la economía peruana, y de no gestionarse adecuadamente puede dejar secuelas traumáticas para el crecimiento de mediano plazo y para la situación financiera de millones de familias.
Lo primero que toca entender es que el Perú es mucho más vulnerable al impacto económico del COVID-19 por su alto grado de informalidad: más de 11 millones de personas obtienen su sustento a través de una actividad informal (más del 70% de la PEA).
En ese contexto la epidemia está causando un doble shock económico: de demanda y de oferta. El shock de demanda viene por las medidas de emergencia y distanciamiento social que limitan el consumo doméstico e internacional (la mayoría de exportaciones –salvo algunos metales– van a sufrir por la reducción en el consumo de los mercados de destino). La gente en su casa significa menos consumo, y el 56% del PBI peruano corresponde a negocios de comercio y otros servicios, que verán su actividad reducida a lo mínimo.
El shock de oferta viene principalmente por la reducción en la fuerza de trabajo. Las empresas necesitan trabajadores para producir bienes y servicios, y si estos no pueden salir de casa, la producción bajará.
Un segundo shock de oferta viene por las interrupciones en la cadena global de suministros y la dificultad de empresas de contar con insumos o bienes terminados que vienen del extranjero, especialmente de los países más afectados como China, España o Italia.
Un tercer shock de oferta viene por la suspensión de planes de inversión: desde edificios en construcción, plantas nuevas, etc. Hasta que la economía no se normalice es de esperar que la inversión se paralice.
El shock de oferta amplifica el shock de demanda y genera una espiral negativa nefasta para la empresas y hogares.
Más del 60% de la PEA está empleada en empresas pequeñas que no tienen capacidad financiera para sobrellevar una caída dramática y súbita de sus ingresos. No tienen un balance suficientemente sólido (con liquidez) ni acceso fácil al sector financiero.
Muchas personas estarían en riesgo de perder su empleo o su capacidad para generar ingresos mientras dure esta situación. Para el 40% de la población, que pertenece a la clase media vulnerable, esto significa que están en riesgo de regresar a una situación de pobreza.
Todo esto además puede contaminar al sector financiero a través de un aumento en la tasa de morosidad de empresas y personas. Frente a eso la respuesta habitual de la banca es restringir el crédito: por un lado existe incertidumbre de, en estas circunstancias, quién podrá cumplir con pagos y quién no, y por otro los bancos podrían verse forzados a reducir su balance.
El costo humano y económico de este escenario es gigante, y por lo tanto la respuesta del gobierno debe ser audaz y creativa. No es un momento para preocuparse demasiado por las cuentas fiscales. El Perú tiene capacidad de endeudamiento y eso sirve precisamente para momentos como este. Es el momento de romper el vidrio y usar las herramientas económicas de una emergencia.
La respuesta convencional a un shock de demanda (política monetaria expansiva y mayor inversión pública) no sirve en este caso, porque las personas igual no pueden consumir, lo que significa que toda la cadena de efectos descrita arriba seguirá intacta. La respuesta debe ser a través de políticas de apoyo microeconómico en tres líneas.
La primera es apoyo directo a las empresas. El gobierno debe evitar a toda costa que las compañías formales reduzcan empleados. Por ejemplo, un subsidio del 50% del costo de planilla a la retención de cada empleado formal (con un tope) puede evitar que las empresas estén en la disyuntiva de despedir o quebrar, y además puede facilitar que algunas empresas se formalicen. Esto solo tiene que durar lo que dure la situación de emergencia.
La segunda es el apoyo a las personas empleadas informalmente y autoempleadas. Para eso es necesario activar algo similar a un seguro de desempleo. Para todas aquellas personas en centros urbanos que no estén empleadas formalmente, se podría desembolsar un subsidio equivalente a un sueldo mínimo durante el tiempo que dure la emergencia. La logística de esto puede ser compleja, pero puede ser una buena oportunidad para bancarizar digitalmente a un grupo grande de la PEA.
La tercera línea de acción es la financiera, es indispensable evitar problemas bancarios. Para eso el gobierno debe monitorear muy de cerca el comportamiento del crédito y, frente a las primeras señales de una restricción, activar un programa para cubrir cualquier aumento en la morosidad de hogares y empresas que ocurra durante el periodo de emergencia –y si es necesario durante un breve periodo posterior–. También puede activar una línea de crédito directo de Cofide a empresas que puedan demostrar que tienen problemas de liquidez por el estado de emergencia.
El costo de estas medidas sería sin duda alto. Asumiendo que es necesario soportar 60% del PBI durante un mes, estamos hablando de aproximadamente 5% del PBI anual. Sin embargo, es un monto financiable con deuda pública, que subiría a 31% del PBI, un nivel que no pone en riesgo las cuentas fiscales de largo plazo.
Se podría recuperar también de maneras creativas, por ejemplo, con un impuesto de solidaridad que se aplique a personas de ingresos altos y empresas grandes a los 12 meses de la crisis, o mejor aún, liquidando activos no financieros del Gobierno Peruano (que suman cerca de 200% del PBI, según el FMI).
Ninguna de estas medidas sería prudente o eficiente en una recesión normal. Todas introducen distorsiones importantes de incentivos. Pero esta no es una recesión normal, estas medidas son el equivalente a la medicina de campo en una guerra: de lo que se trata es de salvar al paciente con lo mejor que se cuente en ese momento.
La misma audacia con la que se ha enfrentado la epidemia en el campo de salud pública se requiere ahora en el campo económico.