Cuatrocientos ochenta y tres años después de su fundación española, es fácil de olvidar que la Lima tan diversa y compleja que conocemos hoy se fundó bajo una estricta perspectiva colonial: un rectángulo de 13 manzanas de largo por nueve de ancho, conocido como el Damero de Pizarro, fue el inicio de la historia de nuestra capital. De ese pasado distante, hoy quedan pocos rastros que permitan adivinarlo. Nuestra ciudad ha cambiado en diseño, identidad y magnitud. Si en el año 1700 tenía 37.000 habitantes, en 1940 esta cifra había ascendido a 600.000 y, solo ocho décadas después, somos cerca de 10 millones de limeños.
En particular, la segunda mitad del siglo pasado fue un momento de cambios acelerados: el crecimiento demográfico generado por la migración hizo que Lima pase de albergar al 10% de la población peruana en 1940 a más del 30% en la actualidad. Esta expansión no fue solo poblacional. Nuestra identidad y noción de lo que significa ser limeño se expandió también. La ausencia de un Estado que los integre como ciudadanos y que logre canalizar esa nueva energía colectiva, empujó a los nuevos limeños de aquellas décadas a labrar su futuro bajo sus propias reglas de juego.
Esta realidad impulsó nuevas relaciones sociales, políticas y culturales, además de una urbanización sin planificación que respondió a las necesidades urgentes de la población sin contemplar el largo plazo. Así nacieron las barriadas en medio de un arenal, en las faldas de los cerros o al lado del río. En términos del antropólogo Matos Mar, en Lima se gestaron dos realidades paralelas: la oficial, donde interactúan las instituciones formales, y la popular, en que se opera desde la marginalidad e informalidad.
No mucho ha cambiado en los últimos años. Innumerables familias ven en la informalidad el único camino posible para salir del círculo vicioso de la pobreza. A pesar del innegable crecimiento de la clase media y la reducción de la pobreza económica, las brechas son dolorosas. La prestación de servicios públicos esenciales no llega a todos y el crecimiento económico no ha logrado afianzar un sentido de comunidad ni de ciudadanía. Más allá de lo que digan las cifras, el último estudio sobre percepción de calidad de vida de Lima Cómo Vamos reveló que el 43% de los limeños considera que la pobreza en la ciudad se ha incrementado respecto del año anterior y que el 37% siente que las diferencias entre ricos y pobres se profundizaron, mientras que la mitad cree que siguen igual.
Cambiar esta situación requiere reformas que organicen estos procesos urbanos bajo una óptica de justicia y de consideración por los derechos de los limeños, revirtiendo las diferencias que fragmentan y dificultan un proyecto común de ciudad. Tal vez no se trate, como se propone con frecuencia, de simplemente condenar la informalidad, que surgió en muchos casos de una necesidad de supervivencia profundamente humana y de la ausencia de una estructura que ofrezca alternativas, sino de descubrir nuevas formas de incluir a ese gran sector que ha labrado la identidad de la capital.
La buena noticia es que, a pesar de sus problemas, los limeños ven la capital con optimismo. La encuesta de Ipsos publicada por este Diario el último domingo confirma que 7 de cada 10 limeños se sienten orgullosos de vivir en Lima y para el 85% Lima es una ciudad bonita. No hay mejor escenario para el futuro de una ciudad que contar con ciudadanos que vean con buenos ojos y afecto el lugar en el que viven. Este debe ser el punto de partida para abordar las demandas insatisfechas. La agenda de la capital requiere una nueva visión que no solo se aboque a resolver problemas puntuales. Puede que la Lima de hoy no sea más la de la nostalgia del pasado, pero con sus desafíos y oportunidades es el espacio en el que millones nos sentimos orgullosos de vivir.