Históricamente, Lima ha salido maltrecha de los ránkings internacionales de sostenibilidad. Uno de los más recientes, el Latin American Green City Index realizado en el 2010 por The Economist Intelligence Unit con apoyo de Siemens, ubica a nuestra capital en el rango “muy por debajo del promedio” en cuanto a desempeño ambiental, junto a Guadalajara y debajo de Curitiba, Bogotá, Río de Janeiro (encima del promedio), Medellín, Ciudad de México, Quito o Santiago (promedio), Buenos Aires y Montevideo (debajo del promedio latinoamericano).
El estudio analiza indicadores en materia de transporte, energía y emisiones, agua y saneamiento, calidad del aire, uso del suelo y construcción, residuos y gobernanza ambiental. En todos salimos mal parados.
En el 2011, se propuso mejorar la calidad ambiental de la ciudad apostando por políticas, reformas y proyectos de mediano y largo plazo. Las reformas estructurales como la del transporte, que además de beneficios directos en materia de tránsito, reducción de tiempos de viaje y accidentalidad traería impactos sobre la reducción de emisiones de carbono, la calidad del aire y la salud de las personas, se acompañaron con instrumentos de política pública como la política y agenda ambiental metropolitanas, siete ordenanzas marco de gestión ambiental y se puso en marcha un programa de inversiones ambientales inéditos en la historia de Lima. Este incluyó el mejoramiento y la construcción de nuevos parques zonales, con grandes espacios verdes y equipamiento especializado inexistente en las “otras Limas” –como los grandes centros culturales CREA y los polideportivos; la conservación y puesta en valor de los ecosistemas de lomas, con la habilitación de tres ecocircuitos comunitarios y la propuesta de creación de un área de conservación regional Lomas de Lima de más de 10.000 hectáreas, con el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp)–. Además, se inició la arborización urbana participativa a través del programa Adopta un Árbol, que plantó 550.000 árboles en 33 distritos y los monitoreó a través de un registro informático online; y la habilitación de más de 1.000 huertos comunitarios y familiares con seis municipalidades distritales. Estos programas tuvieron mucho éxito en las zonas populares de Lima donde el déficit de áreas verdes es pavoroso y donde los vecinos participan activamente en construir una mejor ciudad.
Hoy, todas estas iniciativas están paralizadas. La nueva gestión está culminando –a paso de tortuga– las grandes obras de los parques, buscando sustituir los equipamientos con supuesto “sello Villarán” (los centros culturales y los polideportivos) por equipamiento con “sello Castañeda” (hospitales de la Solidaridad y piscinas recreativas); aún no abre al público el parque José María Arguedas, en el terreno de la antigua La Parada; ha suspendido los programas de arborización, conservación de lomas y agricultura urbana y aún no presenta ninguna agenda ni plan ambiental para Lima.
Las obras que se cancelan, como el proyecto Río Verde, y las que se anuncian, como el ‘by-pass’ de 28 de Julio o la ampliación de las avenidas Salaverry y Benavides hacen avizorar una ciudad menos sostenible aún: destruyen corredores verdes estratégicos y talan árboles centenarios a fin de habilitar más carriles para autos privados. Parece que los gestores actuales están aplicando el manual de las malas prácticas urbanas. A ese paso, en pocos años Lima será una ciudad aun más gris e insostenible que ni aparecerá en los ránkings internacionales.