¿Qué nos está pasando? Cifras abrumadoras nos colocan en un vergonzoso tercer lugar en el mundo como país de mayor violencia contra la mujer (y su caso extremo: el feminicidio). La violencia contra la mujer constituye un síntoma. Un síntoma grave de descomposición social, ya que los niveles de agresión entre la pareja reflejan una crisis explosiva en los cimientos de la familia; de abandono formativo, pues algo falla en la transmisión de los valores que cualquier sociedad requiere para mantener su crecimiento y cohesión; de deterioro psicológico, ya que la regresión de los comportamientos y la perversión de los mismos desbordan los patrones esperados.
Es necesario hacer una distinción entre la agresión familiar –en la que, junto con las mujeres, debemos incluir a los niños en general y a las niñas en particular– y el feminicidio, se consiga el objetivo o no. No por considerarse menos grave la violencia familiar resulta menos preocupante. De alguna manera es el caldo en el que se cultiva el feminicidio.
La crianza con golpe, con dominio abusivo y con prepotencia de los padres sobre los niños y de los hombres sobre las mujeres está en la base del problema. En la génesis de esa crianza está la desvalorización de lo femenino desde el nacimiento (e históricamente, desde que tenemos memoria). Esta desvalorización, que se complementa con una sobrevalorización del varón, permite a ciertos hombres, que llamaré machos machotes, maltratar a las mujeres y sentirse capaces de usarlas como pertenencias y, más triste aun, conduce a muchas mujeres a valorarse poco y a aceptar su infortunio.
Son las propias madres quienes crían así a sus hijas y a sus hijos, situación que se afirmará luego en los colegios y en cada una de las instancias sociales. ¿Cuáles son las motivaciones profundas de una concepción tan dispareja de los géneros? Múltiples. Y no refleja a todos los hombres y mujeres por igual. Un primer tema es la necesidad de ciertos hombres, al sentirse vulnerables y amenazados, de minimizar la capacidad única que tiene la mujer de crear vida, compensando aquello con la fuerza bruta que le permite su constitución física. Con lo cual, el varón –y muy en particular el macho machote– reduce la solución de los problemas a un asunto de fuerza; pierde así de vista que lo femenino aporta el matiz conciliador, la capacidad de compartir, de suavizar los conflictos y aportar con el diálogo. Es justamente de estos aspectos de lo femenino contra lo que se defiende el macho machote; son estas virtudes de lo femenino las que podrían amenazar su poder, ya que lo suyo es imponer.
En el fondo del problema está la figura de la madre. La madre, en nombre de la cual hasta el más vil de los asesinos pide clemencia. Pero la figura mítica de la madre bondadosa, generosa y nutriente es a veces eso, un mito. La madre, para comenzar, es mujer, y ha sido maltratada y denigrada como las otras mujeres de su entorno. Ella muy probablemente ha sido una madre, a su vez, maltratadora, castigadora e injusta. Entonces lo que vemos en muchos de los casos de agresores de mujeres es que cargan con un odio intenso hacia lo femenino, porque han recibido frustraciones de las mujeres, empezando por la madre. A veces simplemente por no haber sido capaces de contrarrestar la violencia de los padres.
A menudo estos machos machotes han sido objeto de violencia física, de carencia afectiva, de descuido o de desquite por parte de sus propias madres. Lo mismo que podemos decir de los violadores; probablemente ellos fueron también víctimas, en su momento, de trato similar. Nada de eso los justifica, pero por esta razón es fundamental cortar la cadena transgeneracional, en la cual la niña o el niño víctima de hoy podrá ser el victimario de mañana.
Otra fuente de violencia son los celos. Los celos extremos reflejan una visión paranoide de los vínculos, en la medida que la traición es un temor permanente. Para contrarrestar la fragilidad en que los celos los colocan, se adjudican una suerte de posesión o apropiación de la pareja, sobre la que se otorgan pleno derecho. Y sabemos que esta conducta es hasta socialmente justificada.
En casos algo menos violentos, como por ejemplo la misoginia, lo que caracteriza el repudio no es el golpe o el insulto, sino el desprecio y la indiferencia. Es una manera de poner a distancia lo femenino, que resulta amenazador, tal vez por razones diferentes. No pocas veces se trata de una gran atracción hacia lo femenino como representante de la madre, esta vez cálida y protectora. Casi podríamos decir demasiado cálida y demasiado acogedora, dificultando la distancia necesaria que requiere el varón para asentarse en su identidad masculina.
El tema es, pues, complejo y responde a múltiples factores, algunos de los cuales mostramos apenas hoy. No basta para comprenderlo denunciar, rechazar y castigar el comportamiento violento contra la mujer. Es importante también conocer los motivos que conducen a tantos hombres a reaccionar de esta manera, pues urge, en bien de una sociedad más orgánica y más justa, tomar conciencia de que se trata de un asunto de salud pública, que concierne directamente a la salud mental.