Marco Aurelio Denegri, o MAD, como me gustaba pensar en él –aludiendo a sus iniciales, pero también al vocablo inglés que designa la locura–, era una de esas infrecuentes mentes brillantes. Hombre universal y a la vez local; extrovertido y a la vez muy privado; entrañable y también polémico, como suelen ser las mentes brillantes.
MAD era iconoclasta e irreverente. Destruía mitos o ideas sin temor ni reparo. No se detenía en las formas si no estaba de acuerdo con algo, y eso lo hacía curioso y entrañable. Aquello que era sagrado, los ídolos de todo tipo, las ideas canonizadas por la costumbre y el sentido común, dejaban de serlo luego de pasar por su análisis a veces despiadado. Hacía sus críticas con su estilo peculiar y con una seguridad y autoridad que no se suele ver en esta comarca provinciana, donde estamos acostumbrados a inclinarnos sin chistar ante aquello que nos digan que debemos venerar.
Solo se puede destruir aquello que se conoce, aquello que se entiende, y Marco Aurelio era un hombre profundamente culto, de ahí venía su autoridad. Solo se puede explicar de manera sencilla aquello que se entiende muy bien, y por eso era capaz de acercar el concepto y el autor más difícil a un público muy variado. Así, fue lo que se podría llamar un “intelectual popular”: su personalidad y su obra –que incluye varios libros– reunían esas dos palabras que rara vez se pueden juntar y que tal vez sean las que mejor lo definen. Marco Aurelio era visto, querido y respetado. Pocos intelectuales logran llegar a tantas personas y obligarlas a pensar, sugerirles ideas nuevas y romper viejos moldes como lo hizo él.
MAD era sexólogo, hablaba de sexo cuando nadie más lo hacía, y lo hacía además por televisión, con una naturalidad que, aunque podía sorprender por su crudeza, no era desafiada ni por las señoras más conservadoras de Lima (que imagino querrían también aprender algo). Diferenciaba siempre el sexo y el amor. El amor, decía, es artificialeza; el sexo, naturaleza. El amor es un arte, es cultural. Para amar, entonces, hay que ser grande, enriquecerse, crecer. Para amar hay que aprender, valer, ser alguien, y quien más es, mejor ama. Nadie se salvaba, ni siquiera el amor de madre, pues las mujeres, a través de los siglos, habían sido postergadas, ignoradas y no cultivadas, y por lo tanto ¿cómo podían amar, ni siquiera a sus hijos? Fiel a sí mismo, cuestionaba todo sin ningún reparo.
Leía mucho. Siempre le envié los libros que publicaba la editorial en la que trabajo, que solía comentar en su programa en cable y luego en el canal del Estado. Algunas veces le llevé a los autores, a quienes entrevistaba de una manera completamente distinta a la forma en que lo hacían los periodistas culturales. Buscaba el detalle que nadie veía, la parte de la personalidad del escritor que si bien el texto dejaba entrever, no era manifiesta ni para los más acuciosos, o se enfrascaba en detalles que podían parecer irrelevantes y que aparecían de repente con una nueva luz y cobraban vida e importancia. MAD era también un crítico feroz y a veces duro. Detectaba cualquier error en la edición y era implacable con ellos, al punto que muchas veces temía enviarle los libros, no fuera que me los destruyera. Felizmente seguí haciéndoselos llegar, y aunque a veces vio e hizo público aquello que no quería que nadie viera, me ayudó a aprender y a ser cuidadosa, e hizo que sus televidentes también aprendieran. Gracias por eso, Marco Aurelio. Te vamos a extrañar.