El 28 de julio, un nuevo gobierno asumirá el poder político. Si bien ha sido elegido democráticamente, su legitimidad dependerá de cómo usará ese poder.
Tener poder político significa tener la autoridad de imponer obligaciones y sanciones sobre otros. En una dictadura, todos los ciudadanos están sujetos a la voluntad del dictador. En una oligarquía, es la minoría con mayores recursos la que busca controlar a la mayoría. La historia nos enseña que ambas formas de poder político suelen acabar en el abuso y la marginación.
El Perú es una sociedad con aspiraciones liberales que postula la igualdad de todos y cada uno de sus habitantes. Todos los ciudadanos tienen los mismos derechos básicos, consagrados en la Constitución. En una sociedad liberal, el poder político justifica su existencia con esa promesa de igualdad.
En el Perú el poder político no ha logrado cumplir esta promesa. Las desigualdades económicas y sociales siguen siendo abismales y los conflictos sociales han demostrado, una y otra vez, la profunda fragmentación de nuestra sociedad.
¿Cómo justificar, entonces, el ejercicio de poder político en el Perú? La democracia aparece, a primera vista, como el perfecto instrumento legitimador. En una democracia el gobierno es electo por todos los ciudadanos y actúa en representación de estos.
Pero las cosas no son tan simples. En una democracia, el gobierno no es electo por todos los ciudadanos, sino por una mayoría relativa de votantes. La nueva bancada fujimorista tiene el 55% de las curules parlamentarias pero solo uno de cada cuatro electores inscritos en el padrón electoral votó por ella. Al mismo tiempo, aquellos partidos que no lograron superar la valla del 5% quedaron fuera del Congreso.
En toda elección democrática, siempre habrán minorías (más o menos grandes) que no estarán representadas por ningún poder político. Esta es la paradoja democrática. La democracia hace que el voto de cada uno cuente, pero solo si representa una posición popular.
El Perú vive ya desde hace quince años en democracia pero el reto de construir una sociedad liberal, sin ciudadanos de segunda y tercera categoría, aún persiste.
El monarca de la Edad Media podía invocar a sus antepasados y a Dios para justificar su gobierno. El dictador tiene al poder bruto detrás de él. Las oligarquías, al poder económico.
El nuevo gobierno tendrá que tejer su propio discurso legitimador para sustentar su poder. Este discurso pasa, necesariamente, por crear espacios de inclusión. Los derechos a la integridad física y moral, los derechos a la educación y salud deben ser fortalecidos. El acceso al empleo formal debe dejar de ser el privilegio de pocos. El poder político debe usar toda su autoridad para mostrar cero tolerancia hacia la violencia doméstica.
La otra prueba de fuego para la legitimidad del nuevo gobierno serán los conflictos sociales allí donde una nación se muestra irreconciliable. Es aquí donde un gobierno revela su verdadero carácter, su capacidad o incapacidad de liderar. Basta con recordar el ‘baguazo’ del 2009 para entender todo lo que puede salir mal.
Bien ejercido, sin embargo, el poder político emplea sus fuerzas de manera sensata y pragmática, decidiendo dónde conceder y dónde intervenir, generando espacios de diálogo e inclusión sin caer en la complacencia o la arbitrariedad. Pensemos en el gobierno de transición de Valentín Paniagua, en el cual se sentaron las bases de una estabilidad política que dura hasta hoy.
Es posible, entonces, domesticar al poder político y hacerlo trabajar para bien. A partir del 28 de julio, tendremos una nueva oportunidad. No la echemos a perder.