Cuando desde el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) diseñamos el Régimen Mype Tributario como un sistema de tasas progresivas para las micro, pequeñas y medianas empresas, que empieza en 10% de las utilidades y converge al régimen general que tiene una tasa de 29,5%, discutimos detenidamente su justificación. Mi política siempre ha sido tener solo un régimen tributario y en contra de las exoneraciones sectoriales que socavan nuestra recaudación. Solo una falla de mercado podría justificar algún beneficio y la discusión sobre la formalización giró a si estas fallas existen.
La primera observación tiene que ver con el proceso ‘schumpeteriano’ del desarrollo empresarial en el Perú, el que se encuentra distorsionado, ya que existe una tendencia al enanismo empresarial, y muy pocas empresas logran convertirse en grandes y productivas. Esto va en contra de la teoría económica, que nos recomienda asegurarnos de que los mercados funcionen eficientemente, pues el emprendimiento empresarial se encargará de promover los nuevos negocios y asignar los recursos hacia las empresas más productivas, tal como sucede en Estados Unidos y otras economías maduras.
Sin embargo, las mypes enfrentan una serie de restricciones para crecer, algunas propias del sistema económico, como el acceso al crédito o capital; y otras creadas por nuestras propias políticas que penalizan su crecimiento. Es conocido que la productividad de una pequeña empresa es la mitad de la de una grande y esto tiene que ver, por una parte, con el hecho de que no tienen acceso ni acumulan capital; es decir, son empresas que operan con un solo factor de producción –el trabajo–. Una pequeña empresa que accede al crédito puede llegar a pagar una tasa que supera el 100%, mientras que para una grande es del 6%; y solo acceden al capital por medio de rondas, contribuciones familiares, o fuentes informales; es decir, no lo tienen.
Además, desde el Gobierno se han dado una serie de medidas que introducen mayores costos de cumplimiento, desde obligaciones, por ejemplo, para contratar a sus trabajadores, los mal llamados ‘sobrecostos’ que pueden llegar a 65% del salario, los costos de cumplimiento contable, y muchos otros. Una gran empresa por sus economías de escala puede absorber estos costos, pero para una pequeña estos costos definen su futuro.
Otro de estos sobrecostos fueron los tributarios. Antes de llegar al MEF las mypes tenían el régimen RUS y RER que les daban beneficios tributarios, pero al no tener convergencia con el régimen general, obligaba a las empresas a quedarse pequeñas para mantener sus beneficios –reducían sus utilidades en más de 50% por cambiarse–. También estaban los costos de cumplimiento con la fiscalización de la Sunat. Estas deficiencias fueron corregidas en el Régimen Mype.
Sin embargo, hubiese sido iluso de mi parte pensar que solo con beneficios tributarios íbamos a transformar la atomización empresarial. Fue una medida de una gran estrategia de formalización desarrollada desde el MEF y que debía durar por lo menos 10 años. Incluía, entre otros, una reforma laboral que reducía sobrecostos, mejoraba significativamente los beneficios sociales a trabajadores y revertía la controvertida sentencia del Tribunal Constitucional; una descentralización tributaria; y una revolución del crédito, a través del factoring y la transformación de Cofide como instrumento para bajar el costo del financiamiento.
Poco queda de esta agenda, pero me queda claro que la formalización y el desarrollo de empresas mantienen su relevancia. La informalidad es nuestra espada de Damocles, y aun cuando para los políticos es un tema del que quieren rehuir, lo van a tener que enfrentar; y a los economistas nos obliga, como se dice, “a pensar fuera de la caja”; es decir, a dejar de lado nuestros dogmas.