El Gobierno Cubano ha anunciado una nueva Constitución. Nadie espera que el dócil Parlamento, compuesto por 605 asambleístas asombrosamente afinados, genere la menor disonancia.
¿Qué incluye el proyecto? Entre otros, reintroduce el cargo de primer ministro, que se encargará de la gerencia del gobierno y el control del Consejo de Ministros. El presidente, por su parte, representará al Estado, y habrá vicepresidente. Ninguno de esos mandos será elegido por voto directo. Dentro del Parlamento, otro órgano mucho más reducido y manejable –el Consejo de Estado– será el que propondrá a los “compañeros” idóneos. El objetivo es restarle autoridad al presidente.
El Partido Comunista, además, conservará su carácter de fuerza hegemónica y de centro único de iniciativas en la isla. Con una infinita terquedad, la cúpula castrista continúa invocando la inspiración marxista-leninista del Estado y del Gobierno en su Carta Magna. Sesenta años de fracasos han sido inútiles; no han aprendido nada.
Pero el elemento más importante, que tratan de pasar de contrabando, es la incorporación de un inquietante Consejo de Defensa Nacional (CDN), que se afirma como “un órgano superior del Estado que dirige el país durante las situaciones excepcionales y de desastre”.
No se dice –aunque se sabe– que esa institución estará regida por el coronel Alejandro Castro Espín, el único hijo varón de Raúl Castro, y que reunirá a todas las fuentes de inteligencia y contrainteligencia del país. El que se mueva de ahí no saldrá en la foto, o tal vez aparezca en la crónica roja de “Granma”, como ocurrió con el general Arnaldo Ochoa y el coronel Tony de la Guardia, fusilados en 1989.
La vaga definición del CDN y su probable intervención en “situaciones excepcionales” funciona como una verdadera espada de Damocles que pende sobre las cabezas de todos los ‘apparatchiks’, comenzando por la del presidente Miguel Díaz-Canel, el hombre más vigilado por la contrainteligencia cubana.
El ‘premierato’ ya existió entre 1959 y 1976. En ese largo período, Fidel Castro fue primer ministro e hizo lo que le dio la gana. De manera inconsulta cambió el modelo político y económico de los cubanos, introdujo misiles soviéticos que casi desembocan en una guerra mundial, inició las guerras africanas y creó todo género de disturbios en medio planeta apoyando a cuanto grupo revolucionario antioccidente se asomaba a La Habana.
En 1976, durante la era de sovietización de la isla, inexactamente calificada como etapa de ‘institucionalización’, inspirados por la Constitución de Bulgaria –entonces pequeño país agrícola con una población semejante a la cubana– Fidel y los suyos se acercaron a la fórmula soviética, aunque este siguió haciendo lo que salía de sus barbas.
La nueva Constitución anunciada por el Gobierno Cubano es, por un lado, un ajuste a la realidad y, por el otro, un intento gatopardiano para que todo siga igual. Es, además, un límite a la autoridad del presidente para que no se le ocurra jugar al caudillismo, como hicieron Fidel y Raúl durante varias décadas.
La desaparición de la URSS y del campo socialista europeo a principios de 1990 dejó a Cuba sin subsidios y a la deriva. La manera de capear ese inmenso temporal fue reformar la economía para salvar el colectivismo. Fue entonces cuando del caletre de Fidel comenzó a surgir el contradictorio “modelo castrista de reformas”.
A regañadientes, Fidel aceptó la menor cantidad de empresas privadas, inversiones y cuentapropistas que le permitieran sobrevivir a su régimen. En ese momento incluso admitió la dolarización, pero cuando pasó el vendaval y ascendió Hugo Chávez al poder en Venezuela, Castro se pegó a este con una voracidad de huérfano hasta revocar la medida.
La duda era si Raúl Castro, con la reforma que preparaba, trataría de sumarse al modelo chino, al vietnamita, o si se mantendría dentro de las coordenadas del modelo castrista. Ya no hay espacio para la esperanza de cambio económico (la de cambio político nunca existió). Las reformas están encaminadas a mantener el aparato productivo fundamental en manos del Estado.
En suma, este proyecto de Constitución restringe aun más las actividades de los cuentapropistas y el acceso a la propiedad privada. Los cubanos en el exterior no son bienvenidos a las reformas. El propósito es impedir a cualquier costo que los habitantes de Cuba se enriquezcan. Se construye un socialismo sin subsidios y un capitalismo sin incentivos. Lo peor de ambos mundos. Raúl Castro no cree en la frase clave de Deng Xiaoping, de que “enriquecerse es glorioso”. Sigue pensando que es repugnante. Menos para él y su familia, claro.