Que el advenimiento de Internet ha desencadenado una especie de alerta colectiva para el incesante –aunque fragmentario– consumo de información, parece ser un hecho incontrovertible, si los hay. Mientras unos reciben esta sobreoferta como la penúltima gracia del progreso, otros la olfatean como amenaza.
Ambas posiciones son legítimas: la advertencia, la cautela, tanto como la celebración y el endoso, caben en los tiempos que vivimos, con la tecnología movilizando y transformando la actividad económica y social, a velocidades nunca antes vistas.
Sin embargo, en este universo donde emisores y receptores se confunden en una nube de partículas informativas que, como la fantasía borgiana de espejos multiplicadores parecen repetirse hasta el modesto infinito que cabe en una PC, también existen simetrías, proporciones, correspondencias. La repetición, el plagio, el ‘copy & paste’, la agregación, podrán ser algunas de las actividades dominantes, pero no las únicas. Surgen asimismo flujos nada residuales de creatividad, pues de todo lo que se toma emerge como contraparte –desigual pero significativa– lo distinto, lo nuevo, aquello que se adapta a cada contexto o necesidad específica y que, en esa medida, se transforma en algo propio.
Procesos de apropiación de contenidos que conviene rescatar de la aluvional cacofonía que distraídamente orquestan las plataformas digitales al uso –desde los grandes medios de comunicación hasta los más inadvertidos núcleos de opinión en las redes sociales– por lo menos a efectos de la educación pública, e incluso privada, para que de verdad, como salmodian los especialistas, la información logre convertirse en conocimiento, en lugar de degradarse a simple y episódica data.
Una vez identificado, retener lo que es relevante para cada necesidad, reempaquetarlo y darle un uso concreto, local, y de ese modo generar valor en beneficio de una comunidad específica. Ilustro: un docente X navega en la web, pesca y escoge (“cura”) contenidos de aquí y de allá para componer un material que, debidamente contextualizado, le servirá para dictar clases en determinada zona del país.
Eso ya implica una voluntad que tiene que ver no tan lejanamente con la innovación, aunque se trate, repito, de una escala más bien adaptativa (‘think global, act local’), porque el valor generado es justamente su replicabilidad, un ‘patchwork’ de material extraído de redes sociales, wikis, foros de aficionados, medios de comunicación e instituciones académicas que, reconvertido y vuelto a adaptar según cada caso, puede compartirse y ser re-usado tantas veces como lo permita su vigencia y propiedad intelectual, seguramente más allá del currículo y textos “oficiales”.
Explicable, pues, que no pocos de los invitados, expertos en tecnología y educación, que vinieron al evento internacional Virtual Educa –realizado hace pocas semanas en Lima– mencionaran la necesidad de enseñar, desde los primeros años en la escuela, el uso de fuentes, el concepto de derechos de autor y el acceso a medios de comunicación en la web para mejorar las capacidades de investigación y análisis de los estudiantes. Y lo interesante es que semejante intersección de materiales académicos, información periodística y acotaciones independientes, constituye un conjunto de saberes que está a la irrisoria distancia de uno o dos clics.
La pregunta es entonces si en el país se está haciendo lo suficiente para estimular o proteger este tipo de aprovechamiento de contenidos, que solo puede enriquecer la experiencia educativa, sea pública o privada.